El presidente llega al tramo final de su sexenio, con un póker de ases en la manga.
El primero es contar con una oposición dividida, disfuncional y colaboracionista. Es el escenario ideal para que quien sea su candidato, consiga en el peor de los casos, la mayoría relativa. Una cortesía del tricolor, los gobernadores, el PRD y también algunos panistas.
El segundo es tener a un tercio de los hogares en la nómina. Se debe reconocer que AMLO practica el clientelismo con delicadeza. A los menos favorecidos no los hace sentir como carne de cañón electoral; aplica su talento político para que crean ser los hijos predilectos del régimen. Esto le da a la compra de votos un ropaje justiciero y reconfortante para los pobres, estrategia que refuerza la política identitaria.
El tercero es el temor reverencial del sector privado. Un sesgo que lleva a los señores del dinero a minimizar cualquier acción del ejecutivo y presentarla como una minucia. La expresión del arrinconado es siempre tratar de disminuir el efecto de las medidas para justificar la propia actitud pasiva. La expresión más común es: “¿dime qué ha hecho AMLO que realmente ponga en riesgo al país?”. De esa manera justifican que cambie proyectos productivos de ubicación, imponga el horario nacional y establezca condiciones para la compra de instituciones financieras y la tónica es: no debemos buscar “pereque”. Esta actitud podría ser interpretada como prudencia si no fuese visible el temblor de las corvas. Nadie que no tenga temor reverencial acepta despilfarrar 20 o 50 millones de lotería, poniendo además buena cara. Esa condescendencia (que sus razones tendrá) es un invaluable factor para proyectar al presidente como el factótum.
La última que es menos comentada y más difícil de valorar. Es la mirada suave que tiene en el exterior. Muchos gobiernos y sectores globalizados tienden a ver positivamente lo que ocurre en México. El sector financiero no dice que éste sea un paraíso, pero tiene una percepción más cercana al alivio (de que no ha pasado nada) que la de una mirada escéptica sobre la incapacidad de crecer o la ausencia de reglas claras. En múltiples embajadas prevalece una visión casi cómplice de que el presidente no es Hugo Chávez ni Daniel Ortega. Y en efecto no lo es, pero salvo los ultramontanos, pocos han sugerido que este país vaya al comunismo. Por lo tanto, sentir alivio porque no se ha ido a una radicalización es una forma positiva de ver el contexto. Es el vaso medio lleno y no el vaso que se vacía.
Esta percepción de que toda crítica al presidente es la desencajada reacción de los instalados en el antiguo régimen que no ven la realidad del país lo fortalece. Algo así como no se quejen, México requiere de un caudillo y de la constante mesiánica que mantenga al tigre en su jaula.
El comodín que falta en este impecable juego son los resultados. Hoy no tenemos un país más rico, ni más culto, ni más seguro. La destrucción institucional está a la vista. Las propias capacidades de la administración pública están mermadas y ahora tenemos la amenaza de la nueva mayoría constitucional de lanzarse sobre el INE. Son magros resultados para un cuatrienio en el que AMLO ha tenido todo lo necesario, desde leyes hasta presupuestos a su conveniencia, pero si los cuatro ases se mantienen constantes lo tiene todo para ganar el 2024.
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Analista
@leonardocurzio
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