El gesto lo dice todo. Denota compulsión y un desdén por su investidura, pues además de ser el jefe de su facción, fracción o partido (lo que se quiera) es el responsable del gobierno, de la administración pública y de las fuerzas armadas; en su persona (y no en otra) se encarnan dos funciones que ha decidido relegar en detrimento del prestigio de su propia Presidencia: la unidad nacional y la jefatura del Estado. Excluir de las celebraciones nacionales a otros poderes es, además de una descortesía a distinguidas damas (sucede que hoy dos poderes del Estado son encabezados por mujeres), un error. Un error propio de un hombre solo, sin una voz que le haga ver que su descortesía es mucho más que un desplante. Es un tatuaje. Quedará como el gobierno más intolerante de los últimos años.

Pierde mucho al mostrar una cara que no todos conocían. No es la de un hombre generoso que con suavidad se acerca al final de su vida activa, sino la de un político que proyectó esperanza y ahora se muestra desconsiderado, descortés e imprudente.

Una combinación de patrimonialismo superlativo (“el Palacio y el ritual son míos”) y un síndrome de abstinencia anticipado (“no me podía privar de darme este regalo antes de irme”) lo han llevado a adoptar un gesto que transpira acritud. Rompe la más elemental urbanidad política y de paso declara a los jueces personas non gratas en su Palacio por ser “personeros de la oligarquía y la delincuencia”. Muy delicado.

El presidente ha decidido que el Palacio y la celebración nacional son parte de su patrimonio privativo. La casa de los Virreyes es ahora la suya y él invita a quien le da la gana. No quiere extraños y mucho menos si no le resultan gratos o si sospecha que no tienen la rectitud moral que él supone tener. A él le gusta estar con sus leales y como el “deseado” también prefiere departir con la camarilla. Él, tan cuidadoso del qué dirán, siempre repite aquello de lo que “estimo más importante” es mi autoridad moral, ha decidido tirar por la borda el último resquicio de urbanidad política: los ritos de la religión cívica. Y lo hace desde una superioridad moral que no es acreditable en los hechos.

No es la primera vez que intenta dividir en días de fiesta. Como opositor organizaba sus propios gritos de Independencia; él no estaba para compartir los honores con nadie. Un orgullo novohispano que ningunea: ¡Tú no eres nadie!

Él lo es todo. Proyecta (lo hizo el jueves) su gráfica comparativa de popularidad de presidentes y se consuela pensando que detrás de Modi y el suizo viene él en un resplandeciente tercer lugar. ¿Qué más podría pedir? Nadie tiene su calibre. Aun así, no se le ve relajado, contento de ser quién es, en suma rabiosamente feliz. Cada día deja ver sus inocultables carencias emocionales.

Digno de estudio es el caso de un presidente popular que no encuentra paz consigo mismo, pues la parte del Yo supremo es más conocida. En la historia latinoamericana abundan estos personalismos iridiscentes que tienden a confundir un nombramiento político administrativo con una esencia divina. Tuvimos a López Portillo que se creía Quetzalcoatl y decía que la Presidencia tiene algo mágico. La magia de don Alonso Quijano.

El Supremo está enojado.

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