En estos días se han publicado una serie de ensayos de interpretación sobre la votación del 2 de junio. Más allá de ironías, reclamos públicos y falsos intereses, todos los que participamos votando, opinando o debatiendo estamos interesados en el mismo partido de futbol, espectáculo taurino o circo, como lo quiera nombrar el lector. Hay algo que une a López Obrador con Marko Cortés, o a Alito con Mario Delgado, a Marcelo Ebrard con Samuel García, o incluso a El Fisgón con Paco Calderón y es que todos están interesados en participar en el sistema electoral. Se pueden ningunear, detestar o alucinar a los contrarios, pero todos contribuyen a legitimar el juego de la poliarquía.

Tenemos más o menos claro lo que pensó el 28% que votó por Xóchitl Gálvez, una combinación de factores que incluye viejas identidades ideológicas, un temor a la concentración de poder y al uso discrecional de las instituciones. Además, el gobierno ha apostado por desmovilizar asimétricamente a muchos grupos al reclutar a sus liderazgos e inducir sumisión táctica de organismos de la sociedad que tienen algún resquemor por la concentración del poder en la institución presidencial y amenazar con someter a la Corte.

También tenemos bastante claro por qué el 60% votó por Claudia Sheinbaum. Un segmento mayoritario de este país está satisfecho con lo que hay; siente que la ruta es acertada y además siente que se ubica en el lado correcto de la historia; justifica los abusos del poder, porque asume que son daños colaterales que el gran motor transformador causa.

A estas dos posturas (la mayoritaria y la minoritaria) muchos han llegado convencidos a una u otra conclusión. La mayoría ha apoyado la idea de un gobierno fuerte y unitario como mecanismo generador de eficiencia en la creación de bienes públicos. Muchos lo aprueban porque lo creen y otros porque les conviene. Hoy, defender las tesis mayoritarias permite al PVEM tener 4.7 millones de votos y tener consideración y aplauso en el círculo intelectual y político oficialista.

Lo que me resulta más difícil de entender es a los cerca de 40 millones de compatriotas que han decidido abstenerse. Entiendo que hay un mundo de marginados que no tienen acceso a información política de ningún tipo, aunque se supone que la 4T les había dado voz a todos ellos. Entiendo que muchos jóvenes se sientan desconectados de la política y muchos ciudadanos vivan más pendientes del concurso de la televisión, el triunfo del América, el fichaje de Mbappé o las caderas de alguna tiktokera, pero ninguna de estas explicaciones basta para explicar por qué una franja tan amplia de ciudadanos decida simplemente ignorar el “sarao” en el que participamos políticos, analistas y ciudadanos. Simplemente nos ignoran y allí vamos incluidos el presidente, los senadores, los periódicos y los comentaristas. Como si toda nuestra cháchara les fuese irrelevante y no fuese más que una palabrería pueblerina y plúmbea. Tenemos casi 40 millones de ilotas en el país y eso dice mucho de la calidad de la democracia. Aunque ahora se ha puesto de moda defender el intercambio de ayudas sociales por votos (antes se llamaba el “voto verde” o “el voto clientelar”) como una expresión de empoderamiento y no de relación señorial o clientelar; el enigma es ¿qué piensan todos aquellos que están fuera de la fortaleza? Claudia Sheinbaum gana con el 60% del 60% que participó, lo cual es mucho y sin lugar a dudas una gran base de legitimidad, pero ¿quién conecta con los millones que ni nos ven ni nos oyen?

Un pendiente para los bienaventurados que dicen leer en el alma nacional como quien lee el Libro Mágico.

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