Todas las democracias tienen periodos de competencia y espacios de cooperación. La nuestra, sin embargo, no parece encontrar sosiego. El ánimo confrontador de las fuerzas políticas es la constante. Todo es competencia, revancha, agravio. Por citar a Muñoz Ledo en su faceta de reformador: “La democracia no da espacio a la República”. Se han ido dos años y ahora viene la época electoral, pero para los ciudadanos no habrá tiempo nuevo, hemos vivido en una interminable campaña. Al año electoral le han antecedido dos años de pugnacidad y propaganda.

El ánimo político sigue dominado por la pendencia y el resentimiento. Los partidarios del Presidente no parecen haber encontrado, en la victoria, el reposo para ver las cosas con nueva lente. Hablan y se comportan como si fuesen una corriente asediada por poderosas fuerzas que los quieren someter y todo lo que hacen —creen ellos— se hace en legítima defensa, incluido el uso de recursos del Estado para promover su causa e inhibir a los críticos.

No hay gloria alguna en hacer lo mismo que otros gobiernos. Espero que el Presidente llame a sus funcionarios a no usar órganos de inteligencia, agencias antilavado o la función tributaria como parte de la lucha política, porque eso lo igualaría al denostado gobierno de Peña. Seamos claros: el sectarismo no es un ecosistema en el que florezca la fraternidad, a menos que, como ejemplo de ella, se tenga al bíblico Caín. A Mexicanos contra la corrupción, por ejemplo, les cayeron auditorías inicuas en el sexenio anterior y ahora se orquesta, desde la cúpula del poder, una campaña contra una organización de la sociedad civil con la cual me solidarizo. Este acoso, lejos de adecentar el ambiente nacional, provoca recelo, contención, miedo. Porque digámoslo con todas las letras: el ejercicio del poder arbitrario no despierta admiración, infunde temor.

Si en el 2018 se perfiló la posibilidad de un periodo de convergencia republicana, esta posiblidad se ha esfumado. Tenemos al mismo país de siempre: los que mandan avasallan. El efecto balsámico del triunfo de la izquierda, que algunos anticipábamos como el resultado más provechoso para la modernización del país, no se ha dado y el proclamado humanismo, parece más un lema, que una inspiración general del ejercicio de gobierno. Ahora vienen las campañas.

La disputa por el control del Congreso y las gubernaturas en juego explican en este año el comportamiento electorero y calculador. Es lógico que el Presidente quiera tener una mayoría en el legislativo para seguir adelante con su proyecto. Pero también es lógico recordar que el tribunal de la historia juzga a los gobiernos por su legado y el juicio se hace considerando las herramientas que el gobernante tuvo a su alcance. Este gobierno lo ha tenido (casi) todo: Congreso mayoritario, Corte aquiescente, oposición derrotada y disfuncional, opinión pública abrumadoramente favorable, clase empresarial cooperativa y horas y horas de televisión nacional para la propaganda oficial. Ganar las elecciones es un medio para cambiar la realidad del país y legar a las generaciones una mejor institucionalidad, no un fin en sí mismo. El poder sirve, en su mejor expresión, para hacer más próspera y segura a la nación. Con este primer trienio queda claro que un Presidente mayoritario no ha logrado serenar, con gestos generosos e incluyentes al país, y por supuesto, no ha conseguido materializar el mandato más importante que recibió en las urnas: pacificarlo.

Analista político. @leonardocurzio

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