La política exterior tiene dos fracturas, ambas explicables por la personalidad y la cultura política del mandatario.

La primera es que pese a delegar en dos cuadros muy experimentados (Ebrard y Bárcena) buena parte de la operación de la proyección exterior, AMLO tiende a meterse de manera esporádica con algunos coletazos patrimonialistas. Se hace notar de forma relampagueante y poco constructiva definiendo sus prioridades personales. Desconcierta su veletismo selectivo. ¿Voy o no voy a San Francisco? ¿Reconozco o no a Boluarte? A Marcelo le enredó la relación con España por su hipersensibilidad y le nombró en capitales clave a algunas de sus amigas como embajadoras. A Alicia Bárcena la puso en aprietos con el atentado de Hamás y hace un mes, mientras la canciller se la rifaba en Nueva York, el presidente estigmatizaba a la ONU como una banda de ineficientes. Lo hace para que se sepa quién manda. ¿Como si alguien lo dudara?

La segunda es más complicada. México es, por su inserción en el sistema internacional, miembro del exuberante mercado de América del Norte, del G20 y de la OCDE. Es el principal proveedor de Estados Unidos y la pertenencia al mismo código postal facilita que el país pueda esperar la friolera de 110 mil millones de dólares por concepto de inversión que se relocaliza. Con habilidad, la Secretaría de Economía que, por cierto, hoy es tan poderosa como la de finales del siglo XX en detrimento de la SRE, está haciendo su parte. Tiene finanzas estables y por tanto no tiene que jugar el papel de mendicante ante el FMI o el Banco Mundial. Es un país que tiene, en suma, una pertenencia clara al hemisferio norte y tiene entrada en los clubes más selectos del planeta.

Pero en el fondo, al presidente parece agradarle más la idea del sur global. Lanza dardos contra el FMI. Coquetea con el G77, como si su campo gravitatorio le resultara más hospitalario que las democracias liberales. Habla de Cuba desde la nostalgia del sesentero y no desde la perspectiva de un país que promueve, por mandato constitucional, los derechos humanos. Es una democracia representativa y con división de poderes y por consiguiente deberíamos abogar por gobiernos abiertos y respeto a la legalidad, pero el presidente se siente más cómodo en el barrio de los que amenazan a jueces desde el poder o a sus poblaciones desde sus atriles.

Tampoco parece sentirse cómodo encabezando esfuerzos por combatir el cambio climático o las grandes agendas globales. Todo eso le resulta ajeno, prefiere las efemérides y las remembranzas. En su reciente visita a Chile se le veía más a gusto hablando de Allende que impulsando la declaración de Santiago. No se siente cómodo condenando la invasión rusa (como uno supone que lo haría un socio estratégico de la UE) y se ha enredado de manera lamentable por no condenar un acto terrorista con la claridad con la que se condenó el 9/11, Atocha, el Bataclán, Bombay, Niza o cualquier otro de los que han enlutado ciudades y países. Condenar el terrorismo no es óbice para defender la causa palestina y criticar (si es el caso) la respuesta israelí, si fuese desproporcionada e ilegal. Son cosas diferentes. Pero tal parece que si mueren americanos o israelíes no es tan grave o se debe explicar (es decir, justificar) por sabrá Dios cuántos elementos históricos. Es una política exterior instrumental que no defiende valores, sino lo que conviene intentar tomar distancia de Estados Unidos, de los que dependemos tanto. Esa es la principal fractura.

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