Uno de los referentes del debate público empieza a adquirir contornos sorprendentes. Las encuestas arrojan datos preocupantemente discordantes sobre los asuntos públicos. Se trate de la evaluación del Presidente o de la intervención de la Guardia Nacional en el Metro, las variaciones llaman la atención. Hay cosas que pueden corroborarse por otros métodos, como la intesidad de la aprobación del Presidente, pero otras no. Variaciones de 15 a 20 puntos nos hablan de mundos diferentes. En el caso de la jefa de Gobierno, las diferencias sobre su gestión, en encuestas publicadas, contrastan chillonamente (Jorge Buendía y Alejandro Moreno). Su ubicación respecto a las otras “corcholatas”, principalmente Ebrard, también. Lo mismo ocurre con la verdadera penetración de Adán Augusto, que en una reciente de Enkoll ¡aparece por debajo de Noroña! No me refiero a las encuestas pagadas o inducidas, me refiero a los grandes nombres de la industria que nos ofrecen lecturas diferentes.
El problema empieza a ser tan desconcertante como si dos astrónomos nos dieran mediciones diferentes sobre la distancia que nos separa de Saturno. Para quienes documentamos la vida pública es un tema serio, pero salvable, porque hay otras formas de aproximarse a la realidad social; pero para la esfera política es una novedad interesante. Hoy las principales casas encuestadoras no solo se juegan su credibilidad (como ocurrió en el 2012) sino que probarán su independencia, poder e influencia. Si todo se mantiene como ahora, que es una simple hipótesis de trabajo, tres casas encuestadoras pueden legitimar al candidato a la Presidencia. Al decidir AMLO que el método para selección de su candidato sea el de la encuesta, el poder que transfiere a los encuestadores es similar al que en los 90 tuvieron las televisoras: una capacidad de acompañar y legitimar a un candidato en detrimento de otros. No es poca cosa. No digo que necesariamente vayan a sucumbir a las presiones de ir alineando resultados para legitimar una decisión presidencial, pero el riesgo está allí. Las discrepancias en resultados generan dudas. ¿quién capta mejor las tendencias?, ¿la ciencia demóscopica se está adaptando a las prioridades de la política?
El descrédito de Morena para hacer encuestas ha sido esculpido por su propio Presidente (Mario Delgado), quien tuvo que ser electo por encuestas coordinadas por el INE. Recientemente, en Coahuila, Ricardo Mejía Berdeja ha puesto en entredicho el método. Por lo tanto, el ejercicio lo harán encuestadores privados nacionales. Los electos para esa tarea tendrán la presión directa de ofrecer un resultado nítido, indiscutible que permita legitimar la decisión de quién será el abanderado guinda.
Tres cosas me parecen relevantes en este contexto.
1) Supongo que el proceso lo coordinará el INE y —espero— seguiremos con un INE independiente.
2) Independientemente de que casas encuestadoras hagan las mediciones, el gremio debería pronunciarse (con el velo de la ignorancia) sobre el método de auscultación de la opinión pública más apropiado para despejar esa incógnita y el tipo de preguntas que habría que formular. Yo intuyo que la “urna simulada” es el más aséptico, pero imagino que el Presidente quiere tener el mayor margen de maniobra para justificar (como ocurrió en 2012) su propia candidatura. En esa época arrancaban en tercer lugar, ahora tienen una amplia posibilidad de ganar y por tanto el proceso de sondeos es crucial.
3) Deberá transparentarse toda la “alquimia” que usan para analizar sus datos brutos, es decir sus modelos de interpretación y asignación porque —no hay duda— de que hoy tienen mucho poder. Las señales son tan contrastantes (y algunas de ellas contraintuitivas) que parece uno adivinar, ya, presiones explícitas para conseguir que la interpretación sociológica se ponga al servicio del designio político.
Analista político. @leonardocurzio