Nos hemos acostumbrado a que los gobiernos nos maltraten, pero estamos menos habituados a registrar el repertorio de agravios que las empresas privadas nos hacen. En los últimos tiempos he resentido, con más fuerza, cómo los colosos de la iniciativa privada te pueden maltratar sin consideración. En días pasados pedí un taxi de plataforma y registré tres cancelaciones después de haber confirmado el servicio.
Lo que empezó como un servicio de excelencia hoy es medianamente confiable. No me detengo en los abusos cotidianos de líneas aéreas que retrasan vuelos, cambian horarios y te generan todo tipo de inconvenientes con el manejo del equipaje. Tampoco de los servicios telefónicos y de internet: ya nos hemos habituado a que la excepción sea que una llamada termine bien. Y por supuesto asumimos que la cobertura de internet será discontinua e ineficiente.

No vaya usted a tener un problema con un banco porque enfrenta burocracias robotizadas o la cancelación de una noche de hotel porque el sistema lo trata como si fuese un delincuente. Las burocracias privadas son tan arrogantes y repetitivas como la pública, te piden comprobantes de domicilio y actualizaciones fiscales, aunque te conozcan desde hace 20 años y su sistema de reconocimiento del cliente opera generalmente a su favor. Te conocen muy bien para mandarte correos electrónicos intrusivos y llamadas permanentes, pero es raro recibir una llamada que sea en tu beneficio. Los algoritmos, y particularmente Google, son cada vez más descarados en su forma de destacar determinadas noticias que seguramente son pagadas. El consumidor, que en teoría es el rey, se ha vuelto un paria.

Comprar un coche antes era un placer se ha vuelto complicado y ya no hablemos de gestionar el servicio. Tengo la impresión de que hemos pasado del sistema en el cual el cliente tenía razón y toda la estructura de las empresas estaba enfocada en esa lógica, a una masa burocrática autónoma que se explica a sí misma: lo importante es satisfacer sus estándares. Por eso te bombardean de encuestas de satisfacción.

La comunicación se deshumaniza porque los empleados no son libres ni siquiera de ser ellos; hasta en el saludo aplican formas de tratamiento impersonal y patético tipo: “¿Cómo está usted esta tarde?”, que es una traducción literal del inglés. El estúpido tuteo al que te someten los empleados de las tiendas, además de ser una impertinencia, los fragiliza pues se ven obligados a tutear a los clientes, a pesar de que ellos mismos se percatan de lo absurdo que resulta no utilizar el cómodo “usted”, que permite a una joven dependiente dirigirse a un extraño y que un extraño se dirija a ella o a él de “usted” y no el dudosamente cercano “tú”. Pero es en el fondo un ánimo de uniformizar, robotizar y deshumanizar el trato con el consumidor.

Los centros de atención telefónica tienden a ser poco hospitalarios. Hemos pasado a un capitalismo en el cual las empresas tratan a las personas de forma despersonalizada y profundamente despectiva. El maltrato de los privados se acentúa y el ánimo de extraer rentas por absolutamente cualquier concepto es el eje de su actuación. Te quieren vender seguros integrados, tienes que pagar por la maleta, en las tiendas departamentales tienes que pagar por la bolsa y el estacionamiento.

En el capitalismo moderno los derechos de los consumidores se atropellan sin pudor.

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Analista.
@leonardocurzio

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