“La vergüenza”, de Annie Hernaux, es un libro eficaz y directo en el que se describen los modales de la Francia de los 50. El pavor a no tener un comportamiento “apropiado” en sociedad, llevaba a la gente a niveles de contención casi paralizantes. Todo el mundo se hablaba de “usted” y se buscaban temas de conversación que escondieran el origen de cada cual, tratando de estar en sintonía con un entorno cada vez más urbano y burgués.
En el siglo XXI, en Francia y en México, han cambiado los modales. Pensar en los demás está “demodé” y el egocentrismo domina. Hoy es normal escuchar a las personas hablar de ellas mismas, como si fuese lo más interesante del mundo. La gente habla de lo que come, de sus males y médicos, de sus viajes y casas, de sus hijos y nietos como si fuese el tema más importante del planeta y a todos nos debiese interesar. Hemos perdido la capacidad de identificar qué es una conversación mundana y correcta; y qué es una conversación brillante que pueda interesar y enriquecer a los demás, o por lo menos, no incomodar.
Lo mismo ocurre con la política y en especial con gobiernos unipersonales que tienden a pensar que el canon del buen gusto les corresponde como prerrogativa. El presidente considera, como si fuese un moderno árbitro de la elegancia, que él es depositario del sello para calificar la alta política y la politiquería. De su hontanar mana “política de Estado”, de alcurnia maquiavélica, es decir, dotada de finalidades edificantes. De los otros actores surge la política de baja estofa, de medio cachete.
Con estos parámetros, la maniobra para desfondar la credibilidad de Ricardo Monreal debe ser clasificada como un acto astuto y admirable (alta política) y no una maniobra palaciega y ramplona (politiquería). Si se cree que esa es la política de altura, el listón lo están poniendo muy abajo. Es palmario que al presidente lo alienta un ánimo creciente de imponer. Encontrar resistencias le resulta irritante y cada vez lo disimula peor. Eso lo lleva a perder la cortesía política elemental. Su irritación con la Corte se expresa en desaires mal dosificados, como no contestarles el teléfono. Su clamor contra el INAI se exacerba con torpeza. Al Congreso lo trata con desprecio. Da igual que sus legisladores sean expertos o ignorantes, rudos o técnicos, articulados o balbuceantes; lo importante es que sean dóciles: aprobar sin revisar. Su futuro político depende de ser leales hasta la ignominia.
Me pregunto si después del episodio del jueves, Monreal seguirá con sus zigzagueos. También me pregunto si Ebrard terminará legitimando un ejercicio de encuestas con un desenlace casi cantado. Con los usos y costumbres que hoy imperan tendrán más razones para callar y acatar, que proclamar que la selección democrática de candidato pasaría por unas primarias y amplios debates públicos. No lo harán porque saben que el barómetro del ambiente político pide sumisión.
La razón de estado ha pasado a ser razón de establo. Todos siguen al pastor.
El canon vigente preconiza callar, digerir en silencio las humillaciones. Lo demás es politiquería. Argumentar, negociar y comprometer en estos días es similar a sentarse en la mesa del rey con los modales de un porquerizo. La desubicación total.
Regreso a Hernaux. Hoy el código de la “alta política” es sabotear a un órgano autónomo (INAI) y los legisladores de la mayoría no sienten vergüenza por estar en falta en su integración. El ecosistema ha cambiado y por tanto no cumplir con los deberes constitucionales del Senado es un motivo de orgullo y de inflar pecho. El extravío ético.
Qué tiempos, qué costumbres, qué vergüenza.