Cada día hablamos de un nuevo grupo delincuencial y constatamos la versatilidad de sus actividades y sus proficuos rendimientos, de otra manera no se dedicarían a ellas. Son por lo menos 50 años que este país es tierra fértil para organizaciones criminales de altos vuelos. La DEA ubica a dos (Jalisco y Sinaloa) como las más poderosas, pues controlan buena parte del proceso de manufactura y distribución de la droga. ¿Nacieron éstas por generación espontánea? ¿Son una maldición que nos ha mandado Dios por nuestros pecados?
Son una construcción social. Son el producto de un ecosistema cultural, político y económico que no reniega de esa forma de proceder. Antes al contrario, la alienta. Son por lo menos 50 años en los cuales las organizaciones criminales han pasado de jugar un papel subsidiario a desempeñar una función simbiótica con las fuerzas de seguridad del Estado. La convivencia con las organizaciones criminales explica buena parte del funcionamiento de muchas comunidades, su sistema económico, incluso su dinámica política local, con la evidente distracción del gobierno federal que prefiere mirar a otra parte y articular estrategias cortoplacistas. Pero también cuenta con la desatención de buena parte de la intelectualidad que sigue siendo refractaria a abordar el fenómeno con una óptica estructural y no sexenal.
La criminalidad y la extensión de la ilegalidad en México no se hicieron para fastidiar a López Obrador en particular. El y sus aliados (incluido Gallardo) gobiernan temporalmente una estructura compleja que se nutre de los propios sistemas sociales e institucionales de los que son producto, es decir, las reglas escritas y no escritas con la que se mueve en este país; una especie de física social que en el fondo explica por qué somos tan violentos y tan proclives a operar en la ilegalidad.
La criminalidad organizada, como bien lo ha explicado Nando Dalla Chiesa (quien recientemente estuvo en México), recibe nutrientes directos de los sistemas sociales, económicos e institucionales con los que cohabita. Es más, en muchos sentidos es una expresión de ellos. Nos incomoda reconocer que la narco cultura avanza a pasos agigantados en amplias regiones del país. Hay comunidades completas que validan y reproducen el comportamiento de los criminales. No hay un rechazo frontal y categórico a ciertas formas de medrar, a cierto pragmatismo económico y social que reconocen la carrera criminal una vía de ascenso como cualquier otra. El sistema económico formal permite la interacción con los réditos de la actividad criminal y les da respetabilidad. El sistema político cede cada vez más terreno a través del financiamiento de los partidos y el apoyo de personajes visiblemente comprometidos con esas actividades a puestos de elección popular. ¿Queremos seguir negándolo y suponer que todo puede arreglarse con la disolución del Inami o cambiando de nombre a la Policía Federal?
La profundidad de la crisis es de tal magnitud que nos negamos a reconocerla. Es una forma de sobrevivir. Tenemos tramos completos de la institucionalidad capturados, la complicidad de sectores de la sociedad que (por la vía pasiva o activa) apoyan al crimen organizado a través de la venta de productos ilegales, robados o falsificados y la protección legal de criminales (por miedo o por afinidad) y un sistema económico que facilita que el dinero negro entre a los circuitos de la economía legal y por supuesto un sistema político que se niega a reconocer que la criminalidad tiene ya una traducción política. Son socios de todos esos poderes.