Una de las consecuencias de la centralización política es que todos los temas (como en los cocteles) se mezclan en la conferencia mañanera. El presidente combina asuntos de política exterior, que en buena lógica deberían manejarse con asepsia en otros canales, con una marcada tonalidad de política nacional. Tratar de movilizar al electorado con un discurso nacionalista, que evoca mal al cardenismo, es una apuesta fallida y dispendiosa. Un presidente con 60% de aprobación no debería jugar a los dados en el tablero bilateral. No lo requiere. Tiene mucho capital político interno y su nuevo discurso patriotero tiene mucho de impostura y poco de un verdadero gesto de afirmación soberana.
El gobierno actual inicializó, firmó y aprobó los términos TMEC. Por lo tanto no hay forma de presentarlos (salvo ante una masa acrítica y vociferante) como una imposición imperial. Las naciones firman tratados internacionales porque es su interés hacerlo y en consecuencia al aceptar soberanamente ese clausulado, se obligan a cumplirlo. El presidente puede pensar lo que él quiera de la controversia comercial, pero el sujeto obligado es México. Aunque a veces tienda a confundirse, él no es México, él administra temporalmente el gobierno y por tanto su obligación es cumplir con los tratados y las leyes que por una parte limitan su ejercicio de gobierno, pero al mismo tiempo le dan certidumbre y cauce.
Es probable que siguiendo con sus malabarismos en tres pistas, el asunto se resuelva en la fase de consultas. Ojalá. Si ese fuese el caso ya no irían a panel y su anunciada concentración patriótica del 16 de septiembre no tendría más sustancia que dar a la fiesta patria un aroma más intenso de culto a la personalidad. La fiesta de todos los mexicanos será su fiesta. El nos va a defender del enemigo imaginario. Las fiestas son de todos y son para celebrar la independencia sin agregados personalistas, cubanos o antinorteamericanos de corte oportunista. Pero en tiempos del hombre fuerte esa es la tónica y la controversia es su pretexto.
Otro elemento que contamina la acción del Ejecutivo es la mezcla de la política exterior con la sucesión. De forma sistemática, AMLO ha venido desplazando a Marcelo Ebrard de la conducción de la política exterior. Lo ha hecho con sus reiteradas expresiones en la mañanera (la línea la marca él) sus nombramientos estrambóticos, sus continuas entrevistas con Salazar y ahora la decisión de que Clouthier sea la jefa de la estrategia mexicana y la segunda voz sea Nahle. Todos estos factores desplazan al jefe de la diplomacia (antaño concentrador de la relación con los vecinos) y corcholata abierta, del centro de la atención nacional. Desde luego él encontrará la forma de subirse (porque es su corral), pero no puede omitir las señales. Los señalamientos patrioteros y el zigzagueo de AMLO con los vecinos, estrechan el margen de maniobra de Ebrard. Su relación con Blinken y su prestigio como negociador se reducen: total si su jefe despepita en público y fija líneas rojas ¿para qué profundizar con el secretario? Al igual que ha sucedido con España y otros países, los gobiernos dialogan con el secretario y el embajador de turno, pero saben que lo importante es un señalamiento en la mañanera que puede deshacer muchos acuerdos, según fluyan los humores del jefe o los agravios de sus cercanos.
En Palacio todo se mezcla en la copa coctelera del jefe del Estado
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