Hace unos días entrevisté a Nadia Urbinati quien, como es sabido, ha estudiado con detalle el fenómeno populista. Su libro (Me the people. Boston. Harvard University Press. 2019) retoma elementos del populismo clásico latinoamericano que conoce bien, pues es lectora de Laclau y Arditi, e identifica algunos rasgos del populismo contemporáneo que en democracias consolidadas plantea tantos riesgos. El más obvio: claudicar de las responsabilidades del gobierno para estar en campaña permanente. El más grave: transformar la constitución para perpetuarse en el poder y dar paso a un régimen autoritario.
La Santísima Trinidad populista se integra por el líder carismático, el pueblo bueno y las élites malignas que se oponen a los designios del caudillo. La operación trinitaria arranca con el diálogo del dirigente con su grey, usualmente atomizada e incoherente que, como en la novela de Soriano, solo encuentra unidad en el jefe carismático. Los movimientos populistas han demostrado ser muy eficaces allí donde las instancias de representación nacional (Congreso y partidos) tienen un grave déficit y los medios de comunicación están en pocas manos y responden a intereses del poder económico, al cual se le asignan buena parte de las culpas de la insatisfacción contemporánea. Ese es el ecosistema propicio para los populistas.
Para que el modelo populista funcione se requieren tres cosas que operan en México como un Patek Philippe. 1) La comunicación directa entre el líder y el “pueblo”, que sigue siendo funcional, como lo demuestra la polémica de días pasados en la que los datos de pobreza y el deterioro del ingreso de las familias, acreditados por el Coneval y el Inegi, no implicaron erosión en la popularidad presidencial, quien ha repetido (con razón) que la gente no ha perdido la fe en él. Las dos cosas son ciertas: el país es más pobre, los programas sociales no han reducido los graves rezagos en distribución del ingreso y mucho menos la violencia, pero la gente sigue confiando en su líder. 2) Al discurso populista no se le ha confrontado con una purificación de la política tradicional; los partidos siguen secuestrados por personajes cuestionables y al ver algunos de los liderazgos parlamentarios, ni el más acérrimo crítico de AMLO podría negar el hecho de que las viejas élites siguen ahí. Su existencia es el mejor seguro de vida del líder populista. 3) Los populistas no gobiernan porque su programa los obliga a una movilización permanente que tiene dos componentes fundamentales: a) demostrar que ellos no son como los anteriores y por eso tienen que derrumbar lo que a su paso encuentren y b) la maquinaria de la Santísima Trinidad obliga a darle una forma plebiscitaria a la acción del gobierno, por eso viven en campaña permanente; las elecciones les parecen poco, por eso inventan consultas y revocaciones del mandato.
La revocación del mandato no es, en este contexto, un recurso del ciudadano para deshacerse de malos gobiernos; es una pieza fundamental en la estrategia populista para satisfacer la voluntad del Presidente. Estar movilizado (síganme los buenos) le facilita evadir los resultados de un gobierno que siempre encuentra en la hipotenusa del triángulo, es decir en la mafia del poder, la explicación a los fracasos. La esencia misma de la política populista exige este tipo de ejercicios pues está claro que son los reyes de las expectativas y los maestros en justificar porque las cosas no ocurren. Y no ocurren porque no se puede gobernar y estar en campaña al mismo tiempo.