A Matos Moctezuma. Honor a quien honor merece.
Sostengo que las tres reformas constitucionales propuestas por el Ejecutivo este año son infecundas. No agregan puntos al PIB y tampoco nos dotan de un mejor marco institucional. Me refiero en esta entrega a la de la Guardia Nacional (GN). No se ha socializado la versión definitiva, pero su corazón es que el mando de la GN pase a Sedena.
Es importante recordar que la creación de la GN es hija de un consenso constitucional y, aunque el cuerpo tiene espacios de mejora, ha madurado tanto en número de efectivos como en cuarteles. El balance es positivo y no es conveniente ponerlo en riesgo abriendo un debate que puede fracturar el consenso constitucional que la fundó. Entiendo las preocupaciones que surgen de un mando dividido y de la ambigua función que cumple la Secretaría de Seguridad, pues por un lado no tiene el mando de la tropa, pero formalmente es la cabeza política y además su titular es, por decisión presidencial, aspirante a alguno de los Palacios del Zócalo. Si el mando de la GN se entrega a Sedena, una pregunta inmediata es ¿qué pasará con esa Secretaría? Y una consecuencia: si la función de seguridad pública se va a Sedena, se altera la estructura organizativa y su alcance político. El secretario de Defensa podría ser un político, pues es la naturaleza de la seguridad pública. La razón es que crecientemente se convertiría en la policía federal (militarizada) y sus funciones constitucionales originales y emergentes tenderían a perder relieve relativo. La sobrecarga de funciones no es buena. Los distractores tampoco.
La Sedena, concentrada en los temas de seguridad pública, podría rezagarse en la necesidad de encabezar la estrategia de ciberseguridad, prioridad ineludible en todos los escenarios de conflicto actuales y futuros. Mi impresión es que debería ser la Defensa la que encabezara esta delicada tarea. El Ejército debe apoyar la estrategia de Seguridad Pública y el combate al crimen organizado, pero es útil que exista un mando civil que asuma el desgaste cotidiano de la conducción de la estrategia.
La ambigüedad que supone el doble mando no es del todo improductiva. Deslizo un último argumento: El presidente tiene una aprobación del 62%, según múltiples encuestas, pero su estrategia de combate al crimen organizado solo la sostiene el 26%. No hay razón para pensar que mientras el mandatario sigue enredado en las alturas con proteger a los criminales, vamos a tener mejores resultados en materia de seguridad; no hace falta ser un teórico de la prospectiva para suponer que el final del sexenio no será brillante en esa materia y que el tema volverá a ser usado en campañas electorales.
Los fracasos de sexenios previos los han pagado Felipe Calderón y su guerra que es utilizada como comodín para explicar todo; Enrique Peña Nieto y su descrédito y la extinción de cuerpos y esquemas organizativos para reemplazarlos por otros, pero en este caso, si se le da el mando de la GN a Sedena es probable que el descrédito recaiga directamente en la institución que más confianza despierta en los ciudadanos: la Secretaría de la Defensa. ¿Vale la pena poner ese prestigio en la subasta política para que cuando llegue otro demagogo y proponga suprimir la GN y crear otro cuerpo? No creo que le convenga a un país con instituciones tan débiles abrir la posibilidad de que Sedena acabe pagando ante la opinión pública el pato de una estrategia de seguridad que sigue sin dar resultados.