En los últimos dos años se han registrado variaciones importantes en la conducción de la política exterior. La más notable es que el Presidente se involucra más en ella. Al inicio de su mandato delegó en Ebrard la representación externa, hasta el punto de configurar una extraña dualidad entre un presidente interno y otro externo. El mandatario era cauto y tenía poco ancho de banda para los asuntos internacionales. Salvo su salida de tono con España y el Vaticano (por las disculpas), parecía que la política estaba dirigida siguiendo el manual, citando los principios de política exterior. Los primeros nombramientos de embajadores tenían un perfil que generaba consenso.
Empezó también con una distante política latinoamericana, que solamente el oportunismo de Evo Morales vino a perturbar; se congeló el expediente Maduro y Cuba parecía fuera de sus prioridades. El mismo día que AMLO decidió liberar a Ovidio Guzmán (octubre 2019) le dio una fría y poco sustancial acogida a Díaz-Canel. Por el lado norteamericano optó por una política pragmática con Trump, a quien decidió complacer en todos sus requerimientos, haciéndose eco incluso del modelo de contención militar de la migración.
En los últimos dos años ha optado por arremangarse y entrar en temas contrastantes con su postura original. Opinando sobre política norteamericana, peruana y española, contradice el postulado de la no intervención; define con desparpajo interlocutores al dar, por ejemplo, rango de Estado al personal diálogo con Mélenchon. Nombra a sus amigos y adictos en las principales embajadas sin siquiera notificar a su Canciller. Y para coronar el cambio, ha decidido jugar en el tablero político norteamericano apostando en contra de la cortesía y debilidad de Biden. Lo ha hecho personalmente y de manera confusa, incluso desconsiderada, pues primero sugirió que pediría a los paisanos apoyar la reforma migratoria de Biden, suponiendo que estuviese en condiciones de tirarles línea y ahora juega el papel de quinta columna en favor de Trump, al poner en riesgo la Cumbre de las Américas. El desaire a Biden tiene dos implicaciones inmediatas. La primera es que AMLO no cumple con el compromiso de acudir a LA, que él mismo hizo público y sin resquemor propone una política puramente transaccional: -Sé que me necesitas para tu plan regional de migración: ¿Yo qué gano en el intercambio? - Y la segunda es debilitar, de cara a las elecciones intermedias de noviembre, la autoridad política de Joe Biden.
No son apuestas ni particularmente elegantes, ni políticamente edificantes. Defender dictaduras y ayudar en la sombra a Trump, que ha enarbolado el antimexicanismo como política, son contrarias, en mi opinión, a los intereses de largo plazo de nuestro país.
Yo mismo mostraba reservas respecto al modelo inicial de pasividad, pero ahora que veo a un mandatario más activo en el plano externo, preferiría que se concentrara en temas internos. El tablero nacional lo domina, porque es el dueño y croupier, pero en el casino global juega con desventaja porque carece de la autoridad moral suficiente para condicionar una Cumbre, pero sí tiene fuerza suficiente para bloquear un exitoso pacto migratorio regional. Su gobierno queda, pues, en una posición particular, pues no está en condiciones de construir grandes cosas, pero sí tiene margen para estropear otras. Sigo creyendo que las avenidas para coincidir con los Estados Unidos son mucho más amplias con Biden, que regresar al modelo transaccional del trumpismo, pero el gobierno ha decidido complicar artificialmente la relación y se tendrá que hacer cargo de sus decisiones.
@leonardocurzio