Es poco frecuente que la comentocracia se ocupe de la política capitalina. Hay un desdén centralista que supone que la local es política de barrio y no merece la mirada aguda de los grandes observadores de la vida pública; en la mayor parte de los diarios, la política nacional desplaza a páginas interiores lo que ocurre en la capital, a diferencia de ciudades como Nueva York o Washington donde sus periódicos locales, es decir, el Post y el Times, dan gran espacio a la política urbana.
Hoy tenemos la oportunidad de mirar, con cierto detalle, la estructura política chilanga. La orgullosa CDMX, antaño capital del virreinato y antes la gran Tenochtitlán, tiene una muy elevada visión de sí misma. Durante siglos hemos creído que era la más culta, hasta que Guadalajara y varias más nos recuerdan que aquí tiene más impacto un concierto de grupo de banda que una feria del libro. Nos encanta proclamarnos como una metrópoli progresista y la verdad es que en pocos años hemos pasado de ser una ciudad tutelada por el poder presidencial (a través de un regente), a ser una ciudad controlada por un partido hegemónico. Ha tenido un cambio cromático del tricolor al amarillo para terminar en guinda, pero buena parte de la cultura política de los ciudadanos imaginarios es la misma.
Los taxis con los adhesivos del partidazo lo dicen todo; los autobuses usados para los acarreos, la distribución de ayuda y prebendas con lógicas clientelares nos hablan de una ciudad mucho más tradicional de lo que nos gusta reconocer. El Congreso capitalino es costoso y esencialmente inútil; sólo sirve para aprobar leyes más o menos escandalosas que sirven para reconfortar la vanidad de algún diputado que cree que está en el parlamento holandés. Igual que las autoridades de movilidad creen que México se convierte en La Haya porque trazan una ciclovía en medio de una avenida plagada de camiones de doble remolque. El capitalino es carne de cañón de las burocracias partidistas que controlan las alcaldías y los distritos. Casi nadie puede citar el nombre de su diputado local porque son estructuras diseñadas para controlar el terreno y no para seducir votantes independientes.
La disputa por la candidatura de Morena ha abierto un debate entre Omar (que resulta atractivo para las clases medias) y Clara (que representa el movimiento urbano popular). Con algunas diferencias, el dilema es el mismo del 2006, cuando la candidatura recayó en Marcelo; las bases no lo sentían suficientemente puro y después en el 2012 la popularidad de Mancera determinó la candidatura, que ha sido la más exitosa en términos electorales. Hoy tenemos dos paradojas:
A) La izquierda que critica a Omar lo hace con argumentos débiles y otros francamente mañosos. No lo sienten suyo. Sin embargo, Omar fue un gran secretario de Seguridad y a buen seguro el pilar más sólido del gobierno Sheinbaum.
B) Llama la atención que el puntero en las encuestas (Omar) sea el favorito de las clases medias, mientras que en las fotos y en los desplegados aparezcan entre sus apoyos personajes como Julio César Moreno, Dolores Padierna, Víctor Romo, Aleida Alavez y René Bejarano.
Curiosa paradoja. La izquierda más ligada al control político de la capital apoya al candidato modernizador y la más progre y libertaria a Clara. Sólo en la Ciudad de México podría ocurrir algo así sin que hubiera un debate profundo sobre los renglones torcidos de nuestra vida política. Así somos.