Uno de los problemas de los gobiernos unipersonales es su continuidad. No me referiré a la sucesión, que es siempre el punto más delicado, porque la energía política que concentra el caudillo no es transmisible a su sucesor. Quisiera referirme al bloqueo que esa concepción de poder hace de las políticas de Estado en temas tan importantes como la ciencia y tecnología, salud, educación y seguridad pública. El estilo personal del presidente y la partitura que ha desplegado para gobernar lo han llevado a bloquear esta posibilidad.

Su obertura fue el ataque al Pacto por México, lo más cercano a un pacto multipartidista para fijar las bases de una política de Estado en diversas materias. El ánimo de presentarse como una fuerza contraria a ese esfuerzo puso al presidente en la tesitura de desmontar todo lo que se había construido, funcionara bien, mal o regular.

Después, en el primer movimiento de su sinfonía, optó por politizar todo, fuese (o no) conveniente a los intereses nacionales. Su papel era presentarse como el hombre que cambió hasta el último ladrillo de la República.

El discurso obradorista impidió que se pactara una política de Estado en un tema tan extraordinariamente crítico como la salud. El sonoro fracaso del Insabi es una prueba dramática de la distancia que hay entre el discurso opositor y la confección de una política acumulativa y secuencial. El retroceso en la esperanza de vida no es materia opinable, ni un retazo que se pueda mandar al cajón de los “otros datos”; es un fracaso colectivo y un retroceso generacional. Ocurre algo similar con la decisión de dar marcha atrás a la reforma educativa, que ha puesto a los niños ante una situación incierta. Veremos cómo viene PISA, pero las estimaciones previas anticipan que muchos niños habrán pasado de noche años cruciales de su formación y no hay un programa para recuperarlo. Serán la generación de la pandemia.

En ambos casos, las políticas desplegadas por esta administración no eran propiamente políticas, sino construcciones discursivas confrontadoras cuyo corolario era desmontarlo todo. Años pasarán antes de que este país encuentre la serenidad para determinar que la educación y la salud de los niños no son temas que deban estar sujetos a las veleidades personalísimas del presidente.

Igualmente frustrante resulta ver cómo años de una política científica, que por supuesto ha tenido énfasis y acentos diferentes, de pronto se utiliza como un elemento confrontador. Algo así como si en vez de colaborar todos para subir a una montaña nos desgarráramos en una lucha fratricida, una guerra de desconfianzas mutuas que sólo auguran años de inmovilidad.

Y finalmente, el tema de las relaciones cívico-militares y particularmente la función de seguridad pública, que había venido asentándose como un consenso en los primeros años de esta administración. Ahora está sujeta a una variación cardinal porque AMLO cambió de opinión.

Las políticas de Estado garantizan continuidad, previsibilidad y en muchos sentidos la formación de un aparato público profesional. El gobierno unipersonal ha dinamitado estas políticas y pasarán muchos años para reconstruir los puentes rotos. Pero no nos lamentemos demasiado, así es la historia y fue una decisión soberana ampliamente respaldada. México tiende a cosechar más fracasos que éxitos porque no aprendemos que los hombres no son insustituibles y que la grandeza del país es producto de acumulaciones generacionales, no de seductores de la Patria, con el permiso de Serna.