La Legislatura que inicia su andadura tiene un peso descomunal a sus espaldas. Fue electa por la mayoría y fue fortificada por una polémica decisión del INE y el Tribunal. Los órganos electorales fueron criticados por el fraude a la ley de la coalición mayoritaria y además fueron escarnecidos por los beneficiarios de su generosa lectura para hacer más robusta la mayoría, pues no se habían apagado aún las luces del Tribunal cuando los partidos de la coalición hacían en público una transfusión de sangre (diputados) para que la mayoría pueda disponer a placer de la Jucopo.
La nueva legislatura nace bajo el ominoso signo de la imposición de una agenda legislativa. Ayer, sin ir más lejos, el Presidente preguntaba a la plaza pública ¿cuál debería ser el método para elegir jueces? y por la unanimidad la porra votó (siguiendo con sorna el procedimiento parlamentario) por una solución que presiona, ¿acota?, la capacidad de los representantes de la nación, pues el Ejecutivo les ha trasladado, como presión hegemónica, su veredicto de aprobar el tóxico Plan C.
En las democracias modernas el poder legislativo tiene como esencia la representación de la nación. En teoría el mandato que recibieron los constriñe a aprobar ese disparate surgido del escritorio del presidente saliente, no de las aspiraciones nacionales, ni de luchas populares. Indudablemente Morena recibió el apoyo de los votantes (no en 74%) pero esa reforma no ha tenido el refrendo de los especialistas, estudiantes, colegios profesionales, empresarios y nuestros socios comerciales. Los legisladores tienen la responsabilidad de asumir las mejores decisiones para el país y no pueden, como representantes de la nación, escudarse en el voto popular para tomar una decisión que técnicamente no se puede trasladar a la plaza. Es responsabilidad indelegable de las élites tomar las decisiones que impiden, por su complejidad, ser aprobadas por la plaza. Eso es demagogia. A la gente no se le puede hacer responsable de un potencial descarrilamiento de la economía por el empecinamiento presidencial.
La legislatura entrante parece, vista de fuera, una fortaleza inspirada en el brutalismo (la corriente arquitectónica) cuyo elemento aglutinador es el servilismo, el mismo que mostraron los “periodistas independientes” el viernes. El temor reverencial al “amado lider” es lo que impide a muchos de ellos expresar en público lo que dicen en privado y lo que han dicho en el pasado. En la bancada mayoritaria hay exgobernadores, exministros, aspirantes derrotados, algún académico, también lideres sindicales y autoproclamados plebeyos que pueden tener ideas propias. Visto de cerca, pues, es un mosaico bizantino en el que muchos saben distinguir que un diputado es alguien, no algo; que tiene una dignidad personal que solo su conciencia puede auditar, pero sobre todo tiene una responsabilidad con la nación que lo eligió para decidir lo que en su concepto sea mejor para el país.
El argumento desplegado por la presidenta electa de que el método electivo es mejor porque nos protege (ese es el argumento de fondo) de los nombramientos de los suyos y generosamente se deprenden el ejecutivo y el legislativo de esas facultades, carece de credibilidad; es una forma de dorar la píldora.
La nación depositó en ell@s la representación y el Tribunal les regaló una cuota suplementaria para conducir a la nación a un mejor futuro; es su responsabilidad hacerlo. Pero no son un bloque, son personas con criterio y autonomía. El servilismo intelectual es, de todas las relaciones de sumisión, la más humillante, porque te quita tu condición de persona libre al aprobar aquello que parece conducirnos a una discordia republicana en vez de iniciar el sexenio con un gran pacto de Estado para reformar el sistema de seguridad y justicia.
Analista. @leonardocurzio