Hace unos días se preguntaba Financial Times ¿por qué Trump parecía irresistible a los norteamericanos? La pregunta es interesante porque visto desde fuera el enamoramiento de los vecinos con un demagogo, simplificador, mentiroso, contumaz violador de la ley, amén de racista y abiertamente misógino, tiene algo de perturbador.
El personaje es atroz y ahora cultiva la imagen de un hombre salvado por la mismísima Providencia de una muerte inminente para cumplir altos designios. Visto desde fuera, nos parece increíble que un pueblo culto, expuesto a la vanguardia tecnológica y con uno de los mejores sistemas universitarios, pueda consumir beatamente tal cantidad de embustes y que sus élites políticas y económicas, que claramente se percatan de la impostura del personaje, prefieran seguirle la corriente para que las bases no las repudien.
El personaje es atroz, pero refleja con singular precisión todos los demonios de una sociedad que se percibe en decadencia. Como bien lo comentaba Ignatieff (en un artículo publicado en Letras Libres), la última generación de los baby boomers está dando sus últimos saludos en el escenario, dejando tras de sí una debilidad demográfica e industrial que provoca ansiedad, zozobra, histeria. No hay más que ver la película de la vida de Vance (“Hillbilly Elegy”) para ver ese mundo sórdido de una sociedad llena de dolores y jorobas en el alma. Trump ha decidido hablar por ellos y ellos se han engallado. Nada malo hay en ello; en todas partes del mundo los indignados, los desplazados y los olvidados han encontrado líderes que los reivindiquen. A través de una política identitaria basada en el: “yo soy como ustedes, yo sí soy un buen americano” conquista los corazones de millones que ven en él no un demagogo, sino un salvador que los representa. Por eso, aunque gobierne mal y sus resultados sean mediocres, tiene el apoyo intenso de sus bases. Bannon lo entendió mejor que nadie.
Es difícil entender las motivaciones de otros pueblos para seguir a esos populistas, como en su momento fue difícil entender que un pueblo culto y sofisticado, como el italiano, permitiera que Berlusconi combinara el poder económico, político y el mediático para llevar al país a una especie de tribuna futbolística en la que la gente gritaba extática “forza Italia”. Hoy gobierna la derecha más radical y la presidenta Giorgia Meloni grita: “soy Giorgia, soy mujer, soy cristiana, soy italiana, no me lo pueden quitar”. La identidad es el núcleo de su discurso político y claro, los que no entran dentro de su recorte identitario, se convierten ora en enemigos, ora en derrotados.
Visto desde fuera, nos parece un exceso que un país europeo recurra a esos recursos que integran y excluyen con la misma fuerza. No hace falta una nueva sociología electoral para entender la fuerza de la política identitaria, ya que en nuestra propia experiencia, el gran éxito de López Obrador no reside en ninguno de los ámbitos del ejercicio de gobierno, sino en el efecto combinado de redistribución del ingreso (vía gasto público) y carretadas de política identitaria. El presidente proclama desde su púlpito que es “naco, chinto y chairo” y que es pueblo raso, aunque viaje en avión oficial, resida en un palacio y pueda violar impunemente la Constitución. Pero igual que los hillbillys y los italianos de a pie, la autoadscripción a los campos semánticos que el presidente reivindica, le permite a millones sentir esa emotiva cercanía de los cofrades, de los conmilitones, de los hermanos de sangre. Esa es la política identitaria.
Analista. @leonardocurzio