Si a Condorcet le hubiesen dicho que en 2023 la humanidad tendría unas pantallas con acceso a toda la información disponible, hubiese apostado por llamarla la “generación más brillante de la historia”. Si a aquel intelectual que soñaba con educar al pueblo y liberarlo de sus prejuicios, le hubiesen dicho que los jóvenes entre 18 y 24 años iban a tener en la palma de su mano todas las enciclopedias del planeta, información en tiempo real, además de contenidos universitarios generados en las más prestigiosas casas de investigación y docencia, estoy seguro que hubiese imaginado una especie de nueva Atlántida, como la que concibió Bacon. Los jóvenes con acceso irrestricto a internet superan con amplitud los alcances de los moradores de la casa de Salomón, cuyos principios se fundamentaban en el progreso ilustrado y el dominio de la técnica para construir una sociedad mejor.

Hoy constatamos que las visiones optimistas sobre el progreso humano, que también nutrieron al pensamiento positivista y a los reformadores educativos del XIX, ofrecen un cuadro más matizado. Educar al soberano es una tarea civilizatoria y sin embargo no ha tenido el carácter ejemplar y utópico que soñaban los titanes de otros siglos. Tampoco tenemos el distópico presente que algunos presagiaban: zombis dominados por algoritmos a los que se les anticipan videos y les sugieren conversaciones y amistades. Pero lo cierto es que el acceso potencial al conocimiento no ha dado una generación particularmente brillante; en muchos sentidos podemos hablar de una generación con más capacidad de acceso a la información y cada vez menos atenta a los grandes temas. A Bruno Patiño le debemos la explicación de la “economía de la atención” y cómo es que buena parte de nuestros jóvenes tienen una concentración ligeramente superior a la de los peces. Pocos segundos los retiene algún tema y rápidamente saltan a otro más sugerente. Y así hasta el infinito de la intrascendencia.

La Encuesta sobre Uso de Tecnologías de la Información es clara: el grupo entre 18 a 24 años usa seis horas al día su plataforma móvil para acceder a internet; los de 12 a 17 años superan las cinco horas. Imaginar que esta inversión de tiempo se dedicara a su formación y a la creación hubiese sido esperable para los teóricos de otra época. Hoy sabemos que la inmensa mayoría lo utiliza para acceder a sus redes sociales (90.6%) y “comunicarse” (93.8%). El tercer propósito es el entretenimiento y acceso a videos (89.6%). Lo que es decepcionante es la contracción de más de 7% del número de lectores de libros, periódicos y revistas (de 47.1 a 39.9%).

El consuelo de la generación anterior era que se leían menos impresos porque se consumían mejores contenidos en internet, pero parece que esa disposición optimista hay que irla jubilando. No tenemos a la “generación más brillante de la historia”, a juzgar por el número de patentes que se registran. Los garbanzos de a libra siguen siendo nota en todos los periódicos y la capacidad de argumentación y calidad de la democracia, cuya mejora debería ser responsabilidad de los jóvenes, hoy se ha estrellado contra un abstencionismo patético.

Los jóvenes están pegados a su telefonito seis horas al día. Sus duelos y quebrantos son la sangre que corre por las venas de internet y los algoritmos engordarán esta tendencia a concentrar a jóvenes posrománticos en su soledad telefónica.

La llamada “generación más brillante de la historia” es el resultado de jóvenes embebidos en su propia intimidad y, por tanto, políticamente infértiles y de una aridez que contrasta con el universo al que potencialmente podrían acceder.

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