El presidente, cual moderno Tolomeo, estableció su cartografía política: no hay justo medio, ni cosa que se le parezca, sólo hay adicción oligárquica o amor al pueblo. No hay manera de hacer política fuera de su campo gravitatorio. Él es Alfa y Omega de la vida pública. Hay que reconocer que con esa advertencia doblegó al Ingeniero y con ello propició que el “Méxicolectivo”, que quiso despegarse de la lógica del reduccionismo y la polarización, quedara atrapado por la vorágine de Palacio que todo lo succiona.
AMLO establece fronteras semánticas y también persiste en un ánimo de reconstrucción histórica. Con su diatriba remite a Cárdenas a la categoría de precursor, no de artífice, de la democratización nacional. La democracia (según él) llegó en 2018 y en consecuencia el Ingeniero Cárdenas tendría una categoría similar a la que tiene Guillén de Lampart en la historia de la Independencia, mientras AMLO se autoasigna el papel de Hidalgo. El precursor y el consumador.
Al día siguiente de conseguir el trofeo simbólico de doblegar al “líder moral” e indiscutible protagonista de la democratización, el presidente tuvo que oír las duras palabras de Porfirio Muñoz Ledo, otro de los históricos. Fueron especialmente duras y certeras: con el “Plan B” el jefe del Estado altera equilibros fundamentales y construye una narrativa peligrosa.
Una vez apartado Cárdenas de la escena, AMLO volvió a su actitud autocomplaciente al afirmar que la democracia no está en riesgo y puso como prueba la libertad de expresión existente, cosa que es acreditable. Debemos, sin embargo, recordar que una democracia no sólo funciona cuando existe la libertad de expresión, (que es condición necesaria, pero no suficiente). Para que el gobierno del pueblo sea funcional tan importante como la libertad de expresión es que desde las élites (y particularmente del Estado) se promueva la verdad como un hábito público. Los ciudadanos tienen derecho a oír distintas voces, pero básicamente tienen derecho a acceder a la verdad y poder distinguirla de lo que es palabrería y argumentación política.
Por ejemplo, más allá de opiniones interesadas, todos deberíamos saber por qué el Metro está como está y quién es el responsable de que esto ocurra. Todo se vuelve un asunto de lealtades exigidas a los acólitos y recriminadas a los escépticos. En ese pantano se ahoga la verdad.
Además de cultivar la verdad, una democracia requiere equilibrio de poderes, transparencia, no utilización de los recursos públicos, evitar patrimonializar los programas sociales como si fueran graciosas donaciones del jererca; respeto a los procedimientos y un ánimo de moderación para cuidarla. La democracia tiene muchos enemigos y los demócratas auténticos no intentan cambiar las reglas a su favor, porque saben que los que hoy gobiernan, mañana serán oposición.
No basta, pues, con garantizar libre expresión; cuando se tiene el micrófono más potente y una portentosa capacidad de alinear y someter, hace falta desterrar la mentira de la vida pública. Cosa que visiblemente no ocurre en estos tiempos. El pueblo ejerce a cabalidad su gobierno cuando conoce la verdad. A este país de hacen falta gobiernos veraces y transparentes y no opacos y mendaces. Allí están las mediciones recientes de Transparencia Internacional, WEF y The Economist, para recordarnos que seguimos sin superar los viejos amarres, seguimos anclados a una enorme ficción que habla de un México que solo existe en el discurso oficial.