La reforma judicial es el riesgo más alto que el país se ha autoinflingido en los últimos años. Hemos tenido choques externos como la caída de las torres gemelas en 2001; la crisis del 2008; el acoso de Trump al TLCAN y la pandemia, pero nunca una amenaza de tales proporciones a la estabilidad económica autogenerada como la que hoy discute el Senado. Estudiantes, colegios profesionales, constitucionalistas, empresarios, socios comerciales, el mercado cambiario y hasta los obispos han advertido sobre el potencial riesgo que la disparatada reforma plantea.

El nuestro como —dice Serrat— es uno de esos países que hacen de su sangre y su derrota día de fiesta nacional; en nuestra invertebrada política los triunfos siempre son sobre nosotros. La mayoría ha defendido su reforma con más porras que argumentos. Pueden ganar, pero al hacerlo amplian el riesgo. Será difícil convencer a Tai gritando : ¡es un honor estar con Obrador! Tuvieron los votos en Diputados, pero no ganan el debate, entre otras cosas, por la insoportable levedad intelectual de los liderazgos morenistas. Defienden sin convicción la reforma y votan, entre taco y taco, porque estaban ejecutando una instrucción, no llevando adelante un proyecto. Funcionan como eslabones, no como promotores de razón pública. Los más dotados intelectualmente prefieren callar, pues el costo de disentir es cada vez más elevado.

Pero la principal prueba existencial de Morena es convertirse (pública y abiertamente) en el partido de la corrupción política al alterar la voluntad popular por la vía de la compra de legisladores. Podrán amenazar con su mayoría, pero no hay forma de que nieguen que las urnas no les dieron los 2/3. Sin los premios de sobrerrepresentación otorgados por el INE y el tribunal, tendrían la mayoría absoluta: la reforma constitucional no tuvo la legitimidad de las urnas. Ahora se encuentran con que, aún con premio incluido, los números no alcanzan. Se enfrentan al dilema de regresar al 1997 con los papeles invertidos. Si en el 97 el PRI se negaba a reconocer la representatividad de la oposición, hoy es Morena (la eterna luchadora por la democracia) la que se ha convertido en la Emilio Chuayffet de los tiempos modernos: el encargado de torcer la voluntad popular en favor del régimen.

Si los números permanecen como el soberano votó más el premio del tribunal, Morena y sus aliados sólo tienen un camino: comprar voluntades. Se dirá que no es novedad, las compró durante la campaña y durante todo el mandato del presidente atrayendo hacia sí al priismo (Eruviel, Murat, hoy son la 4T) y también compró la voluntad de muchos ciudadanos usando el presupuesto de forma personalista e impúdica y amenazando con represalias a los que no se alinearan, creando un clima de sumisión y cautela impropio de una democracia. Pero ahora tiene que comprar a un senador con todos los reflectores en el escenario.

La compra de votos es un delito grave ¿comprar la voluntad de un legislador lo es menos? Me dirán que en política las mayorías se configuran como se puede, y ahí está el ejemplo de Lincoln, cómo llegó hasta prácticas inconfesables para abolir la esclavitud, pero volvemos al viejo dilema maquiavélico: todo se vale en la política si el fin es edificante. No hay nada edificante en esta reforma vengativa e insensata que busca entorpecer el arranque del gobierno de Sheinbaum. En consecuencia su aprobación no sólo mancharía a Morena como el partido que todo lo compra; la corrupción política elevada a doctrina de Estados y orillaría a la presidenta arrancar su sexenio con la amenaza de una crisis, en vez de tener un arranque prometedor.

Analista. @leonardocurzio

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