La comunicación oficial sugiere que hay hechos y no palabras. En realidad, estos tres años de gobierno ofrecen las dos cosas: hechos, pero también palabras.
El Presidente ha cumplido con cuatro cosas importantes: 1) equilibrio en finanzas públicas, 2) cambiar las prioridades del gasto, 3) no ha incrementado impuestos, 4) no ha aumentado de manera significativa la deuda. No hay manera de regatearle estos éxitos que permiten tener una economía maltrecha pero estable. No hay crisis sexenal en ciernes.
Es igualmente cierto que los prejuicios contra el sector privado han dificultado el flujo de inversión. La economía mexicana es hoy más pequeña que en el 2018 y su potencial de crecimiento en los próximos tres años es débil. Es probable que el ingreso per cápita del 2018 se recupere en 2025. Un sexenio perdido.
Hay en 2021 más pobres y trabajo precario, bajos sueldos e informalidad. También es verdad que la democracia en el mundo del trabajo avanza y se han ampliado derechos como la pensión y programas para sectores vulnerables cuya eficacia, sin embargo, está por probarse. Las tesis presidenciales de que el Estado debe tener un papel preponderante en la economía, pero sin cancelar el mercado, facilitan que los grandes actores económicos sigan operando, incluso mejorando su posición, pero en el balance no se percibe optimismo económico. México es un país más pobre.
AMLO consolidará la imagen de cumplidor. El tren y la refinería podrán parecernos mal, regular o bien, así como el disparatado aeropuerto, al que seguimos sin saber qué aviones volarán y cómo llegaremos a él. Pero, igual que le funcionó esta narrativa del “obrismo” en la capital, estoy seguro que mucha gente valorará su capacidad de entrega, a diferencia de Peña Nieto, que entre trenes México-Toluca y aeropuertos inconclusos, nunca pudo concretar entregas significativas.
Mantiene una enorme popularidad que, en un contexto de deterioro económico relativo, es un logro. Una crisis de legitimidad a estas alturas sería funesta para el país. Pero esa popularidad, además de proveer estabilidad y gobernabilidad, también lo está llevando a infectarse del maleficio del cuarto año, que todos los inquilinos de Palacio han tenido, pero en su caso, elevado a la cuarta potencia. Sus promocionales al lado de Diego Rivera o sus paralelismos con Juárez son cada vez más inquietantes. Los rasgos de intolerancia mostrados con la crítica al interior de su propio gabinete hablan de un gobierno que peca de suficiencia tóxica. No importa lo que diga Marx, se le tiene que defender. Como en el viejo régimen, la administración pública se partidiza y con peores rasgos cuando se pide incondicionalidad a creadores e intelectuales. Prohibido prohibir, pero también pensar. Se trata de asentir y apoyar. Tampoco importa que una de las legisladoras de la mayoría proponga la muerte de los neoliberales, igual que una comisaria fascista hubiese pedido la muerte de los rojos. Cualquier gobierno abierto se percataría de que esas son expresiones intolerables.
AMLO puede decir, con toda razón, que prometió revocación de mandato y ahora está cumpliéndolo. Pedirle que cumpla lo que no ofreció es un delirio de sus votantes (esos que aclaran en sus publicaciones que votaron por él) Nunca ha sido un político sensible a la diversidad, a la legalización de drogas, a la calidad educativa, tampoco ha sido cercano a la cultura, a la ciencia y al mérito. El artículo de la directora de Conacyt refleja el pensamiento presidencial. Por tanto, no hay manera de llamarse a engaño. El Presidente lleva adelante el programa que nos ofreció en el 2018 con hechos y con palabras, muchas palabras; con logros y con pendientes, muchos pendientes.