Cada quien hará su balance de esta batalla institucional que termina con la caída del Poder Judicial, pero algo tiene de pírrico iniciar un gobierno, encabezado por una mujer y con apoyo mayoritario en las Cámaras y en la plaza, con con un pasivo tan grande.

Prescindo del potencial impacto que tendrá en el desempeño económico del país. México parece resignado a tener a un lento crecimiento por decisión propia. La reforma más que agregar puntos al PIB potencialmente resta. Prescindo también de los riesgos de violencia que una elección en la que los criminales tendrán un interés directo pueda implicar. Imaginar que ocurra en un distrito o circuito lo que ocurrió en Maravatío, donde la gente vio cómo mataban a un candidato tras otro, inquieta. Me concentro hoy en algo que puede tener un impacto menos lacerante, pero más duradero y deformador: hemos perdido el sentido del proyecto nacional para reformar el aparato de seguridad y justicia. Me refiero a un gran propósito colectivo que convoque, sobre bases emotivas y racionales, a estacionar las diferencias partidistas y apostar por la convergencia para edificar una institucionalidad renovada.

La lucha descarnada por el poder ha llevado a las élites políticas a una insoportable vacuidad. Esta reforma es el triunfo de una facción, un triunfo coronado con malas artes, que más que convocar a construir un México moderno y funcional, es una cicatriz en el sistema institucional del país. Un ajuste de cuentas.

No es un proyecto que entusiasme porque los mismos legisladores que lo votaron son incapaces de decirnos cuántas leyes secundarias habrá que retocar. Tampoco saben cuáles son los alcances de la cirugía mayor a la Carta Magna que hará falta para armonizar el Frankenstein en el que han convertido al Poder Judicial. No omito la preocupación que ha suscitado en la CIDH el nuevo ordenamiento y los problemas convencionales que se pueden derivar de un sistema que no se sabe si va a ser el semillero de políticos mediocres o abogados ambiciosos. Preguntaba con tino Verónica Ortiz: ¿cómo tendrán que emitir sentencias para ser populares? El aplauso es el incentivo que inocula la reforma. Es improbable que electorizar la función judicial vaya a dar jueces sensatos y equilibrados; lo más probable es que se corran a complacer a la mayoría, porque su continuidad dependerá de ello. Reforzarán la peligrosa tendencia a que los juicios sean más mediáticos que legales, porque habrá que ganar el corazón de la gente más que impartir justicia.

La reforma que no fue acompañada por la academia, los empresarios ni los estudiantes y fue aprobada sin gloria (algunas de plumas cercanas hicieron muecas) y a trancas y barrancas, simplemente para satisfacer al presidente. El procedecer no fue hospitalario o incluyente. La reforma no sirvió para unir voluntades, tampoco para fortalecer el propósito compartido con esos sectores inconformes de una modernización del aparato de seguridad y justicia. Tampoco para trabajar mejor con los vecinos. Ignoró a los académicos más prestigiados (Aguayo, Ley, y muchos más) que han preconizado una reforma del aparato de seguridad y justicia, el sempiterno pendiente de la transición.

Se antojaba que el gobierno de Sheinbaum, que propuso en campaña diálogos con diversos sectores, buscara un gran consenso para iniciar. La reforma judicial divide y allí donde se corea la victoria se percibe un regusto amargo, huele el perfume de servilismo y tiene cara de derrota, porque no fue un proyecto meditado y tiene (si se me permite el paralelismo) más de misa de difuntos que de misa solemne para la consagración de una nueva era.

Analista. @leonardocurzio

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