Tratar de legitimar una decisión por la vía de encuestas es trasladar a los ciudadanos una responsabilidad que compete a las élites. Los ciudadanos cumplieron con su parte en una democracia representativa: votaron para elegir a sus autoridades. El soberano ha decidido, sin sombra de duda, quién será la presidenta, los ejecutivos locales, así como la conformación de los congresos federal y locales; en suma, el Constituyente Permanente. El pacto de delegación se ha cumplido escrupulosamente y por lo tanto el mandato del 2018 ha caducado; toca ahora, a quienes recibieron el mandato el 2 de junio, convertir el apoyo popular en instituciones y políticas públicas que generen certidumbre, prosperidad y concordia. El acto de delegación no puede eludirse, quienes decidirán el futuro del Poder Judicial son los que ganaron las elecciones.

La próxima gobernante y la fracción mayoritaria tienen en sus manos la responsabilidad del futuro. La decisión que tomen en materia tan delicada, como introducir el mecanismo mayoritario para la integración del Judicial, tiene tan inciertos beneficios que los propios integrantes de la Suprema Corte, nombrados por la 4T, tienen una visión crítica. La apuesta es elevada y las posibilidades de coronarla con éxito son limitadas. La argumentación de la consejera Ríos es perturbadora: insiste en que 8 ministros no pueden contradecir lo que adopte la mayoría del Congreso. El corolario de su razonamiento es que lo que el gobierno y su bancada decidan, incluso una medida confiscatoria, no habría juez que la contuviera. El principio básico de la República es que los derechos humanos (es decir, los derechos de las personas) son intocables, aunque la mayoría decida lo contrario. No me detengo en los riesgos que implica abrir un mercado para la compra de jueces, como ocurre en muchas alcaldías y diputaciones en todo el país. Tampoco en determinar cuál va a ser el umbral de participación requerido para que un juez, magistrado o ministro, sea legítimo. El ciudadano vota, paga impuestos y cumple con todos los reglamentos y trámites que la autoridad impone, no es justo que le trasladen la responsabilidad de tutelar la integración del Poder Judicial para diluir su responsabilidad.

Hay decisiones de política pública (tomadas al calor del mayoriteo y la revancha) que no fueron evaluadas por la vía técnica o por el método comparado. Allí está el desastre del Insabi y los resultados que arroja: hoy el 60% de los resilientes chiapanecos no tienen cobertura, pero aguantan y refrendan su lealtad al partidazo. Nadie les pedirá perdón por el grave error. Pero si un error de política pública lo puede corregir el propio gobierno, la reforma del Poder Judicial (en el sentido propuesto) no tiene paralelo en la experiencia de las democracias que nos permita albergar esperanzas de que será un buen sistema. Reemplazar el mérito en la selección de jueces y diluir la responsabilidad en su nombramiento los fragiliza. En un país donde tenemos los niveles de impunidad que hoy existen y la falta de certeza en muchos ámbitos de la vida nacional, el gobierno de la presidenta Sheinbaum iniciará con esta decisión fundante, que marcará su sexenio.

La responsabilidad será suya porque la mayoría ha decidido confiar en ella para trazar el mejor rumbo del país y eso no lo puede transferir a la sociedad (que le delegó el poder) ni al presidente saliente (que ya se va). La mayoría absoluta votó por ella y por tanto la decisión de lo que conviene a la República se declina en femenino y en la tercera persona del singular.

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