El título de este artículo es un libro memorable de Rebecca West. En el se retoma el caso de William Joyce, un fascista, que fue la voz radiofónica que usó Alemania para atraer más ingleses a su causa. Joyce había nacido en Estados Unidos y era hijo de irlandeses por lo tanto, igual que en el caso Roger Casement, que ha recreado Vargas Llosa en el Sueño del Celta, la pregunta de fondo es ¿eran enemigos o traidores? Traidor es aquel que deba lealtad a la corona y la quebranta. Los enemigos son otra cosa y los que defienden una causa (la independencia de Irlanda) o una ideología asesina (el nazismo) pueden ser adversos a la Corona pero no necesariamente traidores. El mismo dilema se aplica a Hidalgo, tratado como traidor por la Corona a la que el se negó a servir. Hidalgo no es un traidor; es la cabeza de una gesta que consideraba oprobiosa la dominación externa. Hidalgo fue su enemigo y les hizo la guerra.

Es interesante ubicar las dos perspectivas. Quien acusa a Joyce, Casement, Hidalgo o Morelos supone que quien no ha procedido, según su criterio, traicionó. Pero desde otro ángulo, combatir a un gobierno puede ser lealtad a una causa superior. La traición a la patria (que en estos días se ha usado mas de lo que los buenos modales recomiendan) se refiere a dos situaciones extremas, ajenas a una democracia pluralista en tiempos de paz.

La primera es que no hay un enemigo externo al que es lícito enfrentar por todas las vías cómo lo hace Ucrania decretando conscripción obligatoria y utilizando todos los recursos a su alcance para defenderse. Rusia en un acto típico de guerra se asegura el frente de la información y considera traidores a todos aquellos que difundan información contraria a su narrativa bélica. Una narrativa que requiere cada vez mas garrotes, pues cada vez es más difícil explicar que un ataque imperialista a una nación más pequeña tenga justificación en una sociedad civilizada. Los americanos se rebelaron contra su gobierno por la invasión a Vietnam y Occidente se rebeló contra la intervención imperial de Bush en Irak. Las guerras injustas se pierden en el corazón de la gente.

La segunda tiene que ver con la codificación del derecho divino, que entre otras cosas preveía que al tener un súbdito garantizada la protección de su soberano, estaba obligado a ser fiel a la corona. Pero si un extranjero tuviera como ánimo dañarlo, en caso de ser detenido, debería ser tratado como enemigo, nunca como un traidor. Los enemigos no violan la confianza o lealtad.

En una democracia la idea de traición es atávica y desnaturalizada. Si la democracia está basada en la circulación de las élites, publicar información sobre un Gobierno, por adversa que sea, no cae en el cajón de la traición; puede, en todo caso, ser catalogada como un acto de enemistad política.

La crítica no puede verse como un ataque a un gobierno militarmente asediado por fuerzas extranjeras, con colaboracionistas nacionales, pero aún ahí hay casos interesantes. Uno de ellos son los mexicanos que en la guerra de España juraban primero lealtad a la URSS y después a México, cosa que irritó a Cárdenas o en los tiempos modernos hemos visto también a políticos y diplomáticos que se guían más por los intereses de La Habana que por los de México, pero al no ser partes beligerantes en contra de México, podrían leerse en el renglón de las lealtades ideológicas por encima de las patrióticas, que aplican solo a los militares y a los cuerpos del Estado.

En tiempos de paz es un despropósito usar la figura del traidor, que es cosa muy seria.

Analista político.
@leonardocurzio