Pocas personas tienen la oportunidad de llegar dos veces a la antesala de una candidatura presidencial. Pocas también son las que han tenido que ceder el paso a Andrés Manuel López Obrador en dos ocasiones y a Marcelo Ebrard le ha tocado declinar en favor del primero para jefe de Gobierno en 2000 y ceder, con una mínima diferencia, la candidatura en 2011. Ahora está frente al dilema de que López Obrador mantenga su promesa de piso parejo, que las encuestas sean limpias (y las gane) y si pierde, conceder el paso a Claudia Sheinbaum. El dilema que marcará su biografía política.
Puede ser el candidato oficial, el cismático o ser simplemente el hombre que no fue.
Está en una situación límite: o es candidato a la Presidencia o se irá a escribir sus memorias. Por cierto, si de libros se trata, de todos los aspirantes que han publicado un texto el suyo es el mejor. Sin ser un testimonio inolvidable, no es un álbum de fotos con López Obrador. Es el que ofrece la biografía más cosmopolita y completa. Ha escrito su volumen en primera persona y a diferencia de sus contendientes (que han pedido a plumas más o menos calificadas la confección de sus biografías), él articula su propuesta con su trayectoria como respaldo.
Es lo que podría llamarse un atleta de la política. Desde muy joven incursionó en ella de la mano de un personaje brillante y oscuro (si se me permite el oxímoron), Manuel Camacho, quien no sólo fue un gran profesor y analista de la vida pública del país, también fue un formador de redes y cuadros superiores. Uno de ellos es Ebrard, quien hoy está a tiro de piedra de conseguir lo que en su momento su líder político no pudo lograr: ingresar por la vía del partido oficial a la carrera presidencial. Camacho Solís nunca entendió (como explicó en ese entonces Alfonso Zárate) el carácter trinitario de la Presidencia y que quien había sido su amigo, Carlos Salinas, al ponerse la banda presidencial adquiría otra dimensión. Salinas era tan celoso de la investidura (ególatra) como el actual y no iba a perdonar esa confusión entre el amigo y el Presidente que la cercanía generaba, ni mucho menos una supuesta superioridad intelectual que le resultaba irritante.
Ebrard tiene ahora un problema similar con algunas variantes. No es amigo de López Obrador; vienen de tradiciones y playas muy diversas. Ha sido socio político y luego leal subordinado del Presidente.
¿Admitirá su hoy jefe que se alteren los roles? Tenemos un antecedente. Ebrard es el único que ha sucedido a Andrés Manuel en un cargo electo y aunque ambos han intentado minimizar el condicionamiento del tabasqueño, el síndrome de abstinencia no fue fácil para López Obrador y los contratos, el nombramiento de Jorge Arganis y el de muchos otros funcionarios así lo demuestran. Vieja historia, pero en una política dominada por viejos eso cuenta mucho. El descubrimiento de los agravios añejos puede ser una epifanía para los observadores.
Manuel debe ser el nombre favorito de Ebrard, porque dos “Manueles” marcan su vida y su carrera como alto funcionario de la capital, miembro de la corriente más izquierdista del salinismo. Allí conoce a López Obrador y se labra una reputación de hombre con capacidad de escuchar, rasgo típico de los inteligentes, pues es sabido que mientras menos listo se es más seguro se parece. Exhibe desde joven eficacia como operador; no es un hombre que esté casado con una ideología determinada, aunque tiene una orientación progresista y ha mostrado, en su trayectoria, pragmatismo funcional. Sabe polemizar y ha sido un brillante tribuno. Tiene formación para sobrevivir en un mundo tecnocrático, tiene buenos modales para no parecer uno de estos pendencieros que hoy destacan en política, tiene suficiente cultura para no parecer fuera de lugar en las conversaciones cosmopolitas y mundo de sobra para una clase política parroquiana y provincial.
Fue un jefe de Gobierno exitoso. En la ampliación de los espacios públicos no hay nada comparable en gobiernos posteriores a su rescate de la Alameda y Madero. Articuló con la Supervía el sur y el poniente de la ciudad a costa, eso sí, de un negocio inmobiliario rapaz. En seguridad pública logró niveles que son hoy un referente y mantuvo una interlocución global en temas ambientales.
Fue un canciller práctico en la relación con Estados Unidos. Maltrató al servicio y no amplió el presupuesto de su dependencia. Trajo, eso sí, las vacunas (sin él seguiríamos esperando la Patria) y consiguió torear a los estadounidenses.
Conoce a Donald Trump y a Joe Biden. Se adaptó bien al marcaje personal que suponían funcionarios en áreas clave, que reportaban directamente a Palacio Nacional. No es un secreto que el círculo más cercano de López Obrador expresaba desconfianza con respecto a su canciller.
Aguantó con temple las andanadas y se comió crudos los nombramientos de embajadoras de las amigas del Presidente y los gobernadores cooptados. Interminables mañaneras escuchando las jaculatorias de su jefe testifican su paciencia. Tradujo a lenguaje diplomático el antihispanismo presidencial. De su cosecha se agregó un improductivo romance con el mendaz y protagónico Evo Morales.
Es un hombre desconfiado; buena parte de sus aliados de otros tiempos hoy están en otros frentes o lejos de la política. En esta última fase de su carrera se muestra poco atento a las señales más tradicionales del sistema. Algunos de sus cercanos al iniciar el sexenio han terminado en la órbita de Claudia, porque él ni los atiende ni los cultiva.
Se desempeña bien en los medios, pero no parece tener alianzas tan fuertes como Sheinbaum. A pocas semanas de que se empiece a encuestar en todo el país, ha demostrado reflejos, pero su desconfianza lo ha hecho tener un equipo limitado y con poca capacidad de ocupar sus potenciales espacios. No tiene tantas plumas amigas (no hablemos de caricaturistas) como su competidora y las que tiene son de limitado alcance, por tanto su presencia global es menos consistente.
Por su propia circunstancia, Ebrard tiene tres caminos: 1) no ser y pavimentar el triunfo de su rival; 2) que López Obrador considere que es su opción más competitiva para enfrentar a Xóchitl; 3) romper y buscar un camino naranja.
Su esposa es un factor importante en su decisión y lo apoyará para que culmine su carrera con el mejor capítulo posible. No tiene, ni de lejos, la candidatura de Morena en el bolsillo, pero como los lápices bicolor (guinda y naranja, en este caso), sigue siendo uno de los más serios aspirantes a gobernar México, bien sea por el oficialismo o por otra vía.