Hay un mecanismo oculto y sutil en las personas (y en los movimientos políticos) que impide que los individuos se conviertan en prepotentes indomables (la conciencia) y es muy parecido al que contiene a los movimientos políticos para que deriven hacia la forma impura de la democracia, es decir, un gobierno de la mayoría que pierde el sentido de la decencia y tiende a ser autorreferencial; por su fuerza mayoritaria considera que todo lo que haga es válido.
No hablaré de la incapacidad de refrenar pasiones desgastadas cuando el elemento correctivo de la conciencia se suprime, esa pequeña luz interna que aparece al usurero en los cuentos de Navidad como epifanía y el avaro se percata, entonces, de su degradación moral y enmienda. En los movimientos políticos no opera la conciencia individual, pues es un conjunto de intereses, pero sí opera el contexto de exigencia de los propios militantes. ¿Estamos dispuestos a hacerlo todo con tal de conservar el poder?
Cuando ciertas conductas que se consideran impropias y se validan sin repugnancia, es cuando los movimientos pueden tener una deriva degradante; el caso más extremo es el sandinismo, un movimiento progresivamente envilecido porque fue rebasando límites y se deslizó como una avalancha hacia la infamia.
Al partido en el gobierno le puede ocurrir algo similar si continúa por la vía del sometimiento de la crítica interna y la autocomplacencia. La mentira forma parte ya del discurso oficial y se presenta como una virtud movilizadora. Engañar a un colectivo que profesa el monoteísmo político no es virtud, es lo contrario. Cuando la coherencia y el sentido de realidad impide informar con honestidad, se va perdiendo la dimensión moral, pero lo peor ocurre cuando ya no es la venta de espejitos (la superfarmacia) lo que está en juego, sino negar (a pesar de la evidencia) un proceder ilegal y pernicioso como el uso de dinero no reportado en las campañas.
La democracia en México está enferma de dinero. Las elecciones se ganan repartiéndolo; los liderazgos políticos se refuerzan manejándolo. En los últimos años no hemos tenido el ánimo de hacer política de otra manera; se ha incentivado esa práctica de usar dinero bajo la mesa envileciendo cada vez más el proceso. No hay manera de justificar que el partido mayoritario haya gastado en su justa interna tanto dinero y más de 50 millones no fueron declarados, como se desprende de un informe del INE. El único que parece salvarse es Noroña, el resto, incluida Claudia Sheinbaum, se sobregiró y la incómoda pregunta es: ¿de dónde sale el dinero?
El reino del cash es el espacio de reproducción de Morena. Esa forma de hacer política con ligas y sobres manila se ha instalado con la complicidad de muchos militantes. Probablemente eso les permita ganar las elecciones. Pero cuando se tiene una generosa dotación de presupuesto público para financiar partidos (más de 10 mil millones) es doblemente inmoral. Se debe hacer política legítima con esos fondos y no con las componendas que hacen sospechar que el dinero público se desvía o reciben dinero de intereses económicos, o peor aún (no quiero ni pensarlo), de criminales. Aunque siendo justos, por el hecho de desviar recursos y financiar campañas indebidamente ya se es un delincuente, me refiero a los que trafican drogas y personas, entre otras actividades ilícitas.
El dinero es su Dios y su santo y seña. A lo mejor Claudia Sheinbaum tendrá que pedir a los redactores de la Cartilla un capítulo sobre la honestidad política. Usar dinero bajo la mesa para ganar una elección es una inmoralidad.