Es sabido que el último refugio de un político siempre es el nacionalismo. Cuando los argumentos se agotan, envolverse en la bandera es un salvoconducto. Pero hacerlo denota incapacidad de persuadir. Lo mismo está ocurriendo, con indeseable frecuencia, con el uso de racismo como arma arrojadiza contra quien critica el proyecto de reforma electoral.
El mecanismo es vicioso y profundamente peligroso. Vicioso porque intenta, desde una supuesta superioridad moral, asumir que quien no comparte el argumento oficial es por diseño y esencia un racista o un ladino. Inquieta, desde luego, que un gobierno que ha decidido apropiarse de la administración pública y ahora también de los órganos autónomos del Estado, asuma que tiene el monopolio de la decencia pública, de la defensa de los desposeídos y de los discriminados.
Es una impostura que un gobierno que trituró institucionalmente la comisión encargada de prevenir la discriminación (Conapred), ahora pretenda usar la no discriminación como estigma. Acusar de racista a alguien (cuando se habla del sistema electoral) es querer invalidarlo moralmente. En la florida prosa presidencial, racistas son todos los integrantes de la clase media que no lo jalean y ladinos son todos los que a esa clase no pertenecen, pero que no coinciden con sus tesis programáticas y no aplauden sus frecuentes salidas de tono.
En una democracia nadie manda callar a nadie y mucho menos asume una superioridad moral. Ya intentó, al inicio de su administración, la desmovilización asimétrica de los partidos al proclamar que la oposición estaba moralmente derrotada; ser oposición era automáticamente inmoral por defender aberraciones administrativas y privilegios abominables. También quiso privar de un estatuto de solvencia ética a las organizaciones de la sociedad civil porque en su concepción sólo él encarna la decencia, solo su gobierno puede ayudar a los demás. Sin oposición ni sociedad civil activas el camino al autoritarismo tiene la vía expedita.
También ha dedicado su ánimo descalificatorio a periodistas e intelectuales que no comulgan con su catecismo. No los ha combatido en el plano de las ideas, si no fiel a su evangelio, a descalificarlos moralmente.
Al Presidente le sobran los 30 millones de mexicanos que no celebran sus ocurrencias. El ánimo de descalificarlos moralmente exacerba el clima de confrontación, en vez de buscar puentes de entendimiento y combatir juntos las lacras del racismo y la discriminación en todas sus facetas.
Cuando desde el poder se renuncia a mejorar la convivencia y por el contrario se busca profundizar el encono, el resultado está en las antípodas de la prometida república amorosa. Se debe condenar el racismo, pero no es admisible que las dos personas más poderosas de este país: el Presidente y la jefa de gobierno utilicen como arma arrojadiza una aberración humana como es el racismo.
Que mejor desplieguen políticas públicas para combatirlo y no lo usen como una cerbatana para golpear opositores y de paso hacerse las víctimas. Ahora resulta que los poderosos se quejan de discriminación. No les queda; que vean, más bien, como tratan sus fiscalías a las mujeres indígenas, como trata el INAMI a los migrantes, como matan a las madres buscadoras, como miles de mujeres pobres languidecen en sus cárceles.