Claudia Sheinbaum tiene un dilema monumental. La postura del embajador de Estados Unidos, Ken Salazar, sobre la reforma judicial la coloca ante una disyuntiva muy desgastante: aprobarla y con ello poner en riesgo la integración regional. Una decisión que oscila entre lo malo y lo peor.
Durante algún tiempo pensé que CSP tenía reservas sobre la reforma judicial y la extinción de los órganos autónomos y supuse que por su toxicidad tomaría distancia de las mismas y así evitaría ponerse, ella misma, en una situación de arranque tan complicada, pero no fue así. Ya oyó a los constitucionalistas más solventes y el argumento de los socios comerciales está sobre la mesa. Hoy tiene la supermayoría y, en consecuencia, depende de su personal e indelegable voluntad que se apruebe o no.
Claudia Sheinbaum tiene aquí su primer gran dilema. No se puede ser centralista y federalista al mismo tiempo y tampoco se puede ser un integrante del espacio norteamericano y al mismo tiempo ir en contra de los gobiernos abiertos, suprimiendo órganos autónomos y no aceptar los valores democráticos. Sería bueno preguntarse desde las oficinas del gobierno ¿por qué inspira más temor que esperanza su reforma?
Decidir es renunciar. Integrarse a estructuras supranacionales supone reducir grados de autonomía o incluso cuotas de soberanía. México cedió su soberana política comercial para suscribir TMEC y TLCUE; modernizó su régimen económico e introdujo la Cofece y el IFT para abrir espacios a una economía moderna y no el monopolio de los compadres y las componendas. Adecentamos nuestras instituciones de seguridad e instauramos los derechos humanos para no tener el duro rostro díazordacista. Siempre que el país ha tenido el dilema de proseguir con una política o buscar convergencia con los Estados Unidos, el prisma del interés nacional ha sugerido cuidar la integración como prioridad.
La presidenta electa no puede olvidar que AMLO, ante una disyuntiva similar a la que hoy ella tiene, pero presentada entonces como un chantaje, claudicó en toda la línea de su política migratoria. Concedió también a los americanos las inspecciones en la reforma laboral y una limitante cláusula antichina en el TMEC. Hoy el gobierno de los Estados Unidos ha puesto una nota de cautela muy diferente a la amenaza de Trump, cuyos modales parecen convenir más a los modos de palacio, por las implicaciones de la reforma de justicia. No es un chantaje directo, tampoco una injerencia, es un razonamiento lógico de las implicaciones que podría tener la decisión de aprobar la reforma.
No hay documento estratégico sobre el rediseño estratégico de Estados Unidos que no contenga la idea de que la nueva regionalización (nearshoring) supone no sólo cercanía geográfica, sino sintonía estratégica (allyshoring) y una cercanía espiritual (friendshoring) que supone compartir valores. En esa tesitura estamos.
Si la reforma fuese democratizadora y eficaz sería aplaudida por tirios y troyanos; nada hay más urgente que imponer la ley y el orden. Pero no es el caso. Es una reforma que, desde la perspectiva de la Casa Blanca, pone en riesgo la inserción de México a la economía regional y por tanto afectaría a millones de personas.
Cuando AMLO tuvo que desdecirse de sus viejas consignas contra el libre comercio no dudó y optó por renegociar el TMEC en las condiciones que había; renunció a su política migratoria y aceptó el “Remain in México” sin ninguna compensación, porque el interés nacional así lo sugería. Hizo lo procedente, optó por el mal menor. El prisma del interés nacional debe, en mi opinión, guiar la decisión de la presidenta.
Analista. @leonardocurzio