Todo gobierno tiene derecho a cambiar, por la vía democrática, lo que considere pertinente. Lo puede hacer en el ámbito energético o nacionalizando Afores. Pero debe transparentar los costos en los cuales incurre por las decisiones que toma. La reforma al sistema eléctrico va a costar mucho dinero. Va a tener diversas implicaciones en materia de compromisos previos, establecidos en tratados y convenios internacionales. Pero el costo mayor no se mide en puntos del PIB; la mayor carga es la que México paga en términos de reputación. Me explico.

Todos los países se labran una reputación que les permite relacionarse con los demás. En función de ella tienen mayores o menores costos de transacción. Si se piensa en Japón o en Alemania la idea de confiabilidad y seguridad viene a la mente; si se planea una inversión o simplemente hacer un viaje a esos países, a nadie se le ocurriría contratar los servicios de un guardaespaldas; el transporte público puede ser tan recomendable en Tokio como en Múnich, pero no ocurrirá lo mismo sí se viaja a Tegucigalpa o a Caracas. Las imágenes de los países son poliédricas y cuesta muchos años cultivarlas. México ha conseguido acuñar la imagen de un país bello, pintoresco, con patrimonio histórico, una envidiable gastronomía y un atractivo clima, pero también violento y con una pobre infraestructura. Hemos logrado proyectarnos como una economía estable que paga sus deudas y que aprendió la lección de que la política económica manejada desde Palacio es una mala idea. Gracias al TMEC, a la división de poderes y a los órganos autónomos, hemos tenido estabilidad a las inversiones. Nos ha costado mucho ganar esa reputación que no tienen otros países de América Latina.

Con la reforma eléctrica quedó claro que ya no hay Romo que contenga. La instrucción girada a las bancadas fue rotunda, ni una coma, no escucharon ni a la titular del INECC.

Con ese proceder se erosiona la confianza de que los sectores vinculados a la economía global no serían tocados por decisiones políticas. El funcionamiento de ese sector de la economía no estaba sujeto a los humores de la administración en turno. El resto de la economía funcionaba -es verdad- con una especie de capitalismo de compadres; pero el mensaje que mandó el Presidente la semana pasada, es que el modelo del compadrazgo se reemplaza por el del cacicazgo: en este país hacen negocios los que le caen bien al mandatario y los que aceptan los términos que él dicte y si no, se cambia la ley. El primero era malo, el segundo peor. Los negocios seguirán, ya lo demostró Braskem Idesa, pero la imagen de país confiable se erosiona; ahora puede ocurrir casi cualquier cosa. Cuando se cruzan esas líneas rojas, el país se asemeja más a Argentina o a Bolivia que a las economías de Occidente. Insisto, en una democracia eso puede ocurrir, pero se debe asumir que el perfil de las inversiones tendrá una perspectiva más corta y un mayor componente especulativo porque dependerán del buen humor del Presidente. Por tanto, todos los sectores se mantendrán a la expectativa. Igual que revirtió los contratos en el sector eléctrico, mañana podría nacionalizar las Afores, los bancos, o cualquier otro sector que -él considere- ha hecho negocios indebidos u obtenido ganancias inmoderadas. Se ha roto un techo de cristal. En suma, lo que se paga con dinero es mucho más barato que lo que se abona en términos de reputación.

No todo está perdido; si la SCJN determina que la certeza de las inversiones no depende solamente de la voluntad del inquilino de Palacio, sino del imperio de la ley, habrá puesto los cimientos de una verdadera transformación. Ya veremos.

Analista político.
@leonardocurzio