La cumbre de líderes de América del Norte fue un éxito por tres razones yuxtapuestas, pero complementarias. La primera es la celebración de la cumbre, pues implica por un lado la revitalización de un tipo de relación más institucionalizada y al mismo tiempo se rescata un principio de trilateralismo; ambos temas fueron desterrados del discurso y la práctica institucional americana durante la presidencia de Trump.

La segunda es que para el presidente empieza a resultar cada vez más importante su participación en la escena internacional. Es positivo que asuma responsabilidades que no le resultaban agradables y estoy seguro de cada día le resultarán más atractivas, ya que a pesar de sus prejuicios y temores, no le ha ido mal. Por usar una analogía futbolística, es muy importante que en vez de estar instalado en actuar como jefe de la porra de un equipo de la liga, se ponga la camiseta de la Selección Nacional y salga a representar a México. La perspectiva cuenta y conforme se despliegue su agenda se percatará que aquellos a los que hostiga en México son sus aliados y de manera indudable representa: el sector privado que de manera práctica garantiza la integración, el sector financiero que permite que las remesas fluyan en mejores condiciones y por supuesto sus aborrecidos científicos e intelectuales, que lo ayudan a hacer diplomacia pública en universidades y foros canadienses y americanos. La perspectiva del seleccionador nacional no puede ser la de el director de un club. Yo creo que tendrá un efecto benéfico en la forma en que el presidente percibe la realidad del país.

La tercera y más importante es que poco a poco la estructura binacional que tiene nuestro país empieza a colonizar la matriz interpretativa del Ejecutivo. Igual que nos beneficiamos de la inversión, las remesas, las vacunas y las oportunidades que se derivan de la cercanía geográfica con la economía más grande del mundo, el país adquiere ciertos valores y compromisos que no se pueden romper o transformar abruptamente bajo la óptica del puro y simple interés nacional, incluso si este estuviese motivado por razones legítimas. Pienso por ejemplo en la reforma eléctrica o en la prohibición de la explotación del litio por privados. Cambiar las reglas por un simple cálculo político electoral o por una añeja aspiración lopezmateista, no puede ser aceptable en un esquema de integración ya pactado. El presidente habrá comprobado en Washington que México, si se me permite usar el símil inmobiliario, ya no es una vivienda unifamiliar en la que se puede hacer y deshacer la fachada y las áreas comunes a placer, vivimos en un condominio en el cual las reglas comunes vienen respetadas por todos y mal haría el eslabón más débil de forzarlas, pues nos arriesgamos a que cualquier cambio de reglas que establezca la nación más poderosa sea difícilmente defendible cuando nosotros nos empecinamos en una muy dudosa reforma eléctrica.

El que la siguiente cumbre de líderes de América del Norte vaya a tener lugar en México obliga al gobierno a asumir compromisos serios en materia de reducción de emisiones y por tanto la reforma del combustóleo puede ser con el transcurso de los meses un problema sobre el que tenga que responder a Biden y Trudeau en su condición de anfitrión en 2022. El presidente sabe que el crédito político se gana (y lo dijo él mismo en el Salón Oval) cumpliendo los compromisos. México ha adquirido compromisos de reducción de emisiones y eso, aunque les cueste reconocerlo, lo obliga a replantear los alcances de la reforma o de plano mandarla al desván de las malas ideas. El compromiso externo es vinculante. Desde hace hace muchos años sabemos que el candil de la calle puede iluminar (nunca mejor dicho con energías limpias) la oscuridad de la casa.

Analista.
@LeonardoCurzio