Con algunas diferencias de calendario, este año una buena parte de nuestro subcontinente cumple 200 años de vida independiente. Dos siglos es el tiempo suficiente para que los angloamericanos hayan edificado la primera potencia mundial, ganando dos Guerras Mundiales, la Guerra Fría, edificado un sistema internacional que, en muchos sentidos, refleja sus valores y aspiraciones y ahora vean el declive relativo de su influencia en el mundo. Un ciclo largo del que hay mucho que aprender.
Estados Unidos ha logrado una asombrosa estabilidad constitucional y después de su devastadora Guerra Civil ha sido una democracia con una lenta pero creciente capacidad de integrar. Sus universidades y empresas le han dado al mundo patentes, medicinas, vacunas, aeronaves, teléfonos celulares, computadoras e inspiración política.
América Latina, en 200 años, tiene un balance con claroscuros, pero nada que impresione ni a propios ni a extraños. Hemos hecho pocas contribuciones a las ciencias de la vida y de la materia y, por tanto, nuestra inventiva difícilmente ha cambiado la vida de millones de personas. Nuestras principales guerras han sido contra nosotros mismos. Nuestras repúblicas, lejos de ser fuentes de inspiración política, son más bien una comedia trágica que recicla inestabilidad constitucional con caudillismos, división interna, victimismo y una bovina obsesión por mirar el pasado con nostalgia y victimismo y repartir culpas a todos los vientos.
Llevamos 200 años de vida independiente y la constante ha sido la división interna y la imposibilidad de consolidar democracias funcionales. Una mirada fría sobre el mapa latinoamericano nos permite ver a Brasil desconectado de los esfuerzos regionales y con un presidente extremista y poco respetuoso de la división de poderes. Venezuela, desangrándose por un radicalismo irredento que arruinó al país más rico de la región. Colombia, con sus divisiones y violencia, no logra exorcizar sus demonios. Perú, que tantas cosas positivas ha hecho en los últimos años, regresa al infierno de lo malo y lo peor: el fujimorismo y un radicalismo izquierdista que se llena la boca hablando de nuevas constituciones. Cuba y Nicaragua, estados policiacos y represores que ya no inspiran transformación ni a los abuelos que llevan sus camisetas del Che. México, incapaz de salir de sus problemas estructurales y plantear una economía que crezca y reduzca desigualdades, vive sus mayores éxitos como furgón de cola de los Estados Unidos beneficiándose de sus remesas, sus vacunas y sus exportaciones.
Las instituciones regionales reflejan esta disfuncionalidad. La CELAC planea, más que vuela, sin tocar los temas centrales y sin el acompañamiento de Brasil. La Segib pierde profundidad por la crisis española y por el antiespañolismo de personalísimo cuño de López Obrador (él sigue enojado porque supone que la monarquía española lo desairó) y en los últimos tiempos ha tomado cuerpo una retórica anti OEA que tiene poca sustancia, pues parece una combinación de discursos sesenteros con el encono personal de y hacia Almagro.
No es ironía, pero una vez que Chile ha tomado la ruta de volver a la vieja política latinoamericana, el país más serio parece ser México y no somos tampoco un ejemplo para nadie, pues llegamos a estos 200 años con pocos ánimos de celebrar y con un gobierno que había planteado la reconciliación como eje y todos los días disputa, pelea, estigmatiza.
A pesar de todo, cumplimos 200 años y tendremos que levantar la copa para celebrar y pensar en todo el tiempo que perdemos batallando con nuestros fantasmas. El mismo tiempo precioso que perdieron nuestros padres y abuelos.