A estas alturas del sexenio pocas cosas cambiarán, pero vislumbro que la agenda del Presidente sufrirá modificaciones. La distribución cotidiana de las tareas es una mezcla de deberes y preferencias, aun para quien no tiene jefe (como AMLO). La agenda presidencial está marcada por ritos, ceremonias y la supervisión cotidiana de la administración pública. Sin embargo, su agenda pública permite ver que cada día se da más licencias para hacer las cosas que le gustan en detrimento de temas que requerirían una atención más profunda y creativa; por ejemplo, un gran acuerdo nacional para elevar la productividad y los salarios después de un año devastador o bien, una gran cruzada para tratar de rescatar académicamente un año perdido para los jóvenes del país.
El mandatario se da un amplio espacio para hacer las tres cosas que más disfruta. La primera es hacer su programa cotidiano de televisión en el que habla fundamentalmente de sí mismo. Una y otra vez comenta su trayectoria y se recuesta en el lecho de Procusto para hablar del país que le gusta. En su programa tiene también una sección de arbitraje de la opinión que utiliza para pelearse a veces con Quadri, para fustigar a la insaciable pequeña burguesía y las más, para condenar a Aguilar Camín y a Krauze. Hay que decir que el programa tiene lo suyo y AMLO (como otros presentadores) ha hecho del monólogo un género de “info-entretenimiento” eficaz, del cual me confieso un habitual consumidor. Aunque debo decir que cada vez es más repetitivo.
El Presidente se divierte, pues, con su mañanera como otros jugaban golf. Después están sus giras de campaña en donde consigue el éxtasis de arremeter contra los adversarios históricos frente a grupos de leales. Son discursos con aplauso garantizado y cada vez menos exigentes para la transmisión de mensajes. Finalmente están las ceremonias cívicas en las que AMLO despliega su indudable cultura histórica. Su jornada se completa con una gratificante dosis del presentador, el político y el hombre ameno y culto que lleva dentro. Cierto es que cada vez escucha a menos gente porque ni su programa es una tertulia, ni sus giras implican complejidad discursiva y sus ceremonias tienden a la previsibilidad.
Pero la función presidencial exige también su atención y cada vez queda claro que le vendría bien una revisión del tiempo que dedica a su solaz y el que dedica a los asuntos de Estado, de manera similar a como la pantalla de nuestro teléfono nos dice las horas que pasamos (embobados) viendo las redes y nos percatamos del tiempo que perdemos en minucias. Sergio Aguayo me contó que existen especialistas que hacen una suerte de cartografía de tu tiempo. Ese mapa es muy útil para quienes llegan al tiempo otoñal (sea vital o sexenal) y por tanto deben ponderar qué cosas merecen realmente su atención y qué nos distrae de los grandes propósitos. Viene a la mente Séneca cuando decía que asaz larga es la vida si la dedicamos a los grandes propósitos. Los sexenios igual; tienen gozo, dolor y caducidad. Si, como decía el filósofo, fuésemos tan cuidadosos del tiempo como lo somos del dinero, estoy seguro de que los días presidenciales (en el otoño de su mandato) cambiarán. El mandatario monta en cólera cuando se entera de que algún funcionario del Estado gana más que él, pero puede desperdiciar magnánimamente el tiempo de atención presidencial en eternas mañaneras y prescindibles giras. Si cuidara el tiempo cómo cuida el dinero, podríamos esperar que les dedique menos tiempo a las tareas gozosas y su liderazgo lo usara en mejorar la vida de millones. El poder político se disfruta y es obvio que AMLO lo hace, pero igual que el poder económico, sólo justifica su existencia si sirve para cambiar la vida de la gente.