El jueves pasado, el presidente de México decidió dirigirse al aeropuerto en medio de la mayor crisis de seguridad en la historia de su breve gobierno. Uno supone -digo supone, porque no hay confirmación alguna de que el presidente de México haya estado plenamente informado de los planes o de lo que había ocurrido– que conocía la gravísima situación de seguridad en la ciudad de Culiacán, capital de Sinaloa. A pesar de que sabía (de nuevo, una suposición) el calibre del problema, incluido el probable colapso de los planes de captura de uno de los nuevos líderes del cártel de Sinaloa, la amenaza de violencia contra los culiacanenses, los bloqueos en la ciudad, el peligro de la liberación de presos de una cárcel local y el riesgo que corrían las fuerzas armadas del país que gobierna, el presidente de México decidió irse al aeropuerto.

En el aeropuerto, el presidente de México se topó con un grupo de reporteros, como ocurre siempre que cruza por la terminal, dado que insiste en transportarse en aviones comerciales, donde no hay garantía de seguridad, pero tampoco de la discreción necesaria en momentos críticos ni los medios adecuados para comunicar decisiones que pueden ser, dado el cargo que ostenta el señor, de vida o muerte. Los reporteros, informados a plenitud del tamaño de la crisis, preguntaron al presidente de México los detalles. Había muchas dudas y habría muchas más. El presidente de México, que en cualquier otra circunstancia no puede dejar de hablar y comentar sobre todo lo que ocurre en el país, rechazó responder las dudas puntuales de los periodistas. El gabinete de seguridad informaría pronto, dijo, como si el secretario de Seguridad Pública fuera el presidente de México. Acto seguido abordó su avión.

Durante la hora de vuelo que duró el traslado de la ciudad de México a Oaxaca, el presidente de México estuvo fuera del alcance del pueblo que gobierna. Como George W. Bush el once de septiembre, se refugió en las nubes. Cuando aterrizó en la ciudad de Oaxaca, el presidente de México volvió a enfrentar a los reporteros, que ahora tenían todavía más dudas sobre una situación que se complicaba cada vez más. “Mañana, mañana, mañana hablamos”, respondió el presidente de México. Cuando un reportero le preguntó si cancelaría su gira por Oaxaca por los hechos de Culiacán, el presidente de México siguió caminando sin siquiera voltear a ver al periodista. En algún momento cercano a la llegada del presidente a Oaxaca, el gobierno de México, encabezado por el señor que acababa de aterrizar, decidió liberar a uno de los principales líderes del crimen organizado, buscado afanosamente por la justicia mexicana y estadounidense. Lo hizo con el aval directo del presidente de México.

A la mañana siguiente, el presidente de México comenzó su conferencia de prensa. Él, que gusta de hablar de prácticamente cualquier cosa que suceda en el país, incluido el destino de los restos del cantante José José, al principio rechazó referirse a la violencia en Culiacán y a la liberación del criminal en cuestión. Después recapacitó. Defendió la decisión de claudicar frente al crimen. Lo hizo tratando de vender una operación mal planeada y mal ejecutada (de la que, uno supone, él estaba enterado a detalle antes de que ocurriera) que concluyó con la liberación de uno (quizá dos) de los criminales más buscados del mundo como la decisión de un estadista magnánimo. Cuando un periodista le hizo preguntas incómodas, el presidente de México arremetió contra el medio de comunicación para el que trabaja el periodista. Ahí sí no tuvo empacho en sacar el pecho, en arremeter con sarcasmo y dureza.

En las horas siguientes, mientras en la ciudad de Culiacán lloraban familias civiles y militares y las calles estaban todavía teñidas de sangre, el presidente de México mantuvo su agenda de trabajo en el estado de Oaxaca, sin soltar el bastón de mando oaxaqueño. Conversó animado con el gobernador Alejandro Murat, quien lo había llamado “uno de los mayores aliados de Oaxaca”. En Tlaxiaco, se hizo un video mientras caminaba entre una banda musical de niños (ese día decidió que, con los niños, sí). “¡Obrador, Obrador: para los niños es mejor!”, entonaban al unísono los alumnos oaxaqueños, que están, por cierto, a merced de los mismos maestros incapaces que el presidente de México decidió empoderar sin bridas hace unas semanas. “¡Es un honor estar con Obrador! ¡Me canso ganso!”, concluyeron los niños. El presidente de México los miró, satisfecho, alzó los brazos en señal de victoria y les aplaudió.

Un día en la vida del presidente de México.

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