Hace tres semanas, Donald Trump perdió la elección presidencial. Al final, al contar todos los votos presenciales y por correo, proceso que tomó días dadas las restricciones impuestas por la pandemia , el resultado no deja lugar a dudas. Hace cuatro años, Trump perdió el voto popular por tres millones de votos, pero logró ganar gracias a un margen de alrededor de 70 mil personas en Michigan, Wisconsin y Pensilvania, los tres estados clave de la elección del 2016. Esta vez perdió el voto popular por casi el doble contra su rival, el demócrata Joe Biden , quien también consiguió retomar los tres estados aquellos además de Arizona y Georgia, que no votaban por un demócrata en décadas (Biden ganó en Michigan, Wisconsin y Pensilvania por 260 mil votos). El resultado final en el colegio electoral tuvo algo de justicia divina: Biden obtuvo 306 votos electorales, exactamente el mismo total de Trump hace cuatro años. Entonces, Trump dijo haber “barrido” a Hillary Clinton. Exageraba, pero tenía algo de razón. Su triunfo fue claro. El de Biden también lo ha sido.
Hasta ahí la evidencia histórica.
Por desgracia, antes que reconocer su derrota de la misma manera en que Clinton reconoció la suya, Trump ha dedicado las últimas tres semanas a tratar de revertir el proceso electoral, acosar a todo aquel que trate de detenerlo y dinamitar la confianza en las instituciones democráticas de su país. Lo primero que ha hecho es inventar la narrativa de un fraude inexistente.
En los últimos días, el presidente de EU ha utilizado su tribuna en Twitter –y en medios de comunicación que han claudicado en su responsabilidad de informar para volverse plataformas de aviesa propaganda– para cuestionar y exigir la anulación de los resultados. En privado, Trump y sus aliados (entre ellos, aparentemente, senadores republicanos como Lindsey Graham ) han presionado a autoridades republicanas locales para revertir el resultado electoral ya sea desechando votos o imponiendo electores favorables a Trump, en sentido contrario a la voluntad de los votantes. El fin de semana, Trump incluso criticó al FBI y a su propio departamento de Justicia por dejarlo solo en la batalla poselectoral, es decir, por no ayudarlo a ganar a la mala.
Por ahora, las instituciones estadounidenses han soportado este embate sin precedentes. Los estados han comenzado a certificar sus resultados, mientras que el colegio electoral firmará el resultado final dentro de un par de semanas. Después de eso, formalmente, Trump se quedará sin herramientas para tratar de revertir su derrota.
¿Qué hará entonces?
Por desgracia, es poco probable que baje los brazos. Trump parece empecinado en construir los siguientes capítulos de su historia desde la patraña del fraude. Planea vivir los siguientes años cuestionando la legitimidad de Joe Biden. Hay versiones de que piensa lanzar su campaña presidencial para el 2024 el 20 de enero del año que viene, el mismo día en que Biden comience su mandato. En Washington hay incluso quien piensa que Trump ha considerado bautizarse como “verdadero presidente” del país, con todo y un sello presidencial prácticamente idéntico al que acompañará a Biden como presidente realmente legítimo.
En Estados Unidos hay quien se ríe de todo este largo berrinche trumpista. Lo cierto es que Trump ya ha hecho un daño quizá irremediable a la democracia estadounidense. En sondeos recientes, una mayoría de votantes republicanos se dice convencida de que Biden ganó a través de un fraude. Que no haya evidencia alguna de dicho fraude parece importarles poco. El daño que un mal perdedor insidioso hace a la democracia de un país puede durar décadas, o incluso ser permanente. En la era de la desinformación y la conspiración, todavía más. Lo dijimos en este espacio antes de la elección y lo decimos ahora: Estados Unidos no está preparado para lo que viene.