Estados Unidos nunca había visto algo como la convención del partido republicano que terminó con el nombramiento formal de Donald Trump como candidato a la reelección. Primero, algo de contexto. Durante la mayoría de los dos siglos y medio de vida del país, la vida política estadounidense se ha regido por normas implícitas de decoro y reglas explícitas de conducta en la búsqueda del poder. Nada de esto implica idealizarla: la política en Estados Unidos es igual de sucia que la del resto del planeta. Pero sí implica reconocer que, a lo largo de la historia estadounidense, los políticos han disputado el poder desde una suerte de pacto tácito de consideración y respeto por las instituciones y la verdad. Dicho de otra manera: hay cosas que no se hacen ni se dicen. Hay límites. No todo se vale.

Para desgracia de la democracia en Estados Unidos, Donald Trump ha decidido ignorar todo ese andamiaje de civilidad.

Durante la convención republicana, Trump y sus aliados culminaron el secuestro del partido republicano, que ha dejado de ser una organización política en la que caben voces distintas para convertirse en un culto en el que solo cabe la celebración de un solo hombre. En el ejercicio de esa adoración del líder, el partido ha perdido la honestidad y la decencia. Los republicanos que se presentaron frente al micrófono durante la convención fueron mucho más allá del mero proselitismo para sumergirse de lleno al pantano de la propaganda. La cantidad de mentiras, injurias y teorías de la conspiración fue abrumadora. Los republicanos y su presidente mintieron o exageraron sobre prácticamente todo, desde los logros de Trump, el manejo de la pandemia, el estado de la economía, la política exterior de Trump y, por supuesto, los dichos y hechos de los demócratas y su candidato, Joe Biden. Tan solo en el discurso de Trump, los encargados de verificación de datos de CNN encontraron al menos veinte mentiras de toda índole.

Pero la deshonestidad es solo la punta del iceberg.

La convención republicana también expuso otro episodio de tremenda desfachatez de Trump y los suyos. La ley conocida como el “Hatch Act” prohibe, desde finales de los años treinta, que los funcionarios públicos aprovechen su posición de privilegio para fines políticos o de beneficio personal. Es una ley justa y necesaria que, en otros tiempos, ha impedido atropellos a la sana distancia que debe haber entre las obligaciones de quien gobierna y sus ambiciones políticas. La enorme mayoría de los funcionarios en Estados Unidos respetan el “Hatch Act” a pie juntillas. Yo mismo he tratado de entrevistar a funcionarios en campaña que se niegan a siquiera levantar el teléfono si se les busca en su oficina en el Congreso, por ejemplo.

La semana pasada, Donald Trump, como presidente de Estados Unidos, dio el visto bueno al atropello más absoluto del “Hatch Act” y otras normas de decoro similares. Transformó la Casa Blanca, la llamada “casa del pueblo”, en un vulgar escenario de proselitismo. La campaña trumpista mandó montar un escenario de enormes dimensiones en el prado sur de la residencia presidencial, en el mismo sitio donde desfilaron tropas durante la Guerra Civil. Desde ahí dio su discurso, el más largo, por cierto, de la historia moderna de las convenciones. Trump también escenificó una ceremonia de naturalización dentro de la Casa Blanca, también en violación del “Hatch Act”. Pero eso no fue todo. El secretario de Estado Mike Pompeo rompió las reglas cuando apareció desde Jerusalén para participar en la convención, hablando más como partidario del líder supremo que como máximo representante de la diplomacia de Estados Unidos, pagado por los impuestos de todos los contribuyentes, sin importar filiación o ideología.

Nada de esto es anecdótico ni trivial. El doble atropello es un terrible auspicio para la democracia estadounidense. Si Donald Trump gana en noviembre –y a estas alturas, nada es imposible– su impunidad rampante con toda seguridad lo llevará a actuar con un desdén aun mayor por las instituciones y las libertades. Si pierde, como todavía parece probable, Trump no se irá sin antes destruir todo lo destruible. Sumirá a la democracia de su país en una crisis de legitimidad. Tal vez, incluso, aliente la violencia de sus seguidores. En el 2016, Estados Unidos votó por un hombre sin brújula moral, sin decencia o sentido de responsabilidad histórica. Estas son las consecuencias. Quizá solo es el principio.

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