Donald Trump y su equipo de gobierno han cometido errores diversos y costosos en su manejo de la crisis del coronavirus en Estados Unidos. Hace dos años, mucho antes de la explosión de la pandemia –un reto que, de acuerdo con los expertos, era solo cuestión de tiempo– Trump disolvió la oficina encargada de la planeación de una respuesta a una emergencia de esta naturaleza. La decisión, inspirada en la obsesión trumpista de desmantelar el legado de Barack Obama, dejó a la Casa Blanca desprovista de los recursos necesarios para analizar los riesgos de una epidemia a gran escala y desperdició años de lecciones y experiencia en la batalla contra virus tan salvajes como el ébola.
Sus descuidos, omisiones y mentiras recientes han sido peores. En las últimas semanas, mientras la epidemia crecía en China y la curva de contagio en Italia comenzaba a prefigurar una desgracia, Trump se dedicó a minimizar el riesgo que implicaba el coronavirus para los estadounidenses. Acusó a los demócratas de fabricar la amenaza. “Es su nuevo engaño”, dijo a finales de febrero. Contra las recomendaciones de todos los expertos en salud del planeta, insistió en seguir saludando de mano e ignorando la distancia social. Aseguró que los casos estaban “casi en cero” (falso). Hace apenas dos semanas aseguró que Estados Unidos tenía el virus “bajo control” y comenzó a usar sus conferencias de prensa para agredir a los medios y, en una muestra de irresponsabilidad difícil de creer, promover supuestas curas. “Un día esto va a desaparecer, como un milagro”, dijo Trump. También pretendió que nadie sabía el número real de muertes en Estados Unidos (falso), que una vacuna estará lista “pronto” (falso) o que los números de contagios en Estados Unidos eran “menores a los de prácticamente cualquier otra parte” (escandalosamente falso).
Pero esto no es, ni de lejos, lo peor. Como demuestra un notable reportaje reciente del New York Times, el gobierno de Estados Unidos falló estrepitosamente en la aplicación de la medida que pudo haber evitado la crisis mayúscula que ahora enfrenta el país, que es ya el epicentro de la crisis mundial del coronavirus: un programa a gran escala de pruebas de contagio. Por meses, el gobierno y las autoridades sanitarias fracasaron en la distribución de miles de pruebas que el país hubiera necesitado para detectar a tiempo la presencia del virus y contener su propagación. La lentitud, testarudez, aberrante burocracia y falta de liderazgo del presidente, explica el reportaje, dejaron a “los estadounidenses mayormente ciegos antes la catástrofe sanitaria que estaba por ocurrir”.
Todo esto debería poner a Donald Trump al borde del precipicio político. Con la elección a solo siete meses de distancia, uno pensaría que Trump lleva las de perder. Ante semejante desastre, sería no solo lógico sino deseable. Después de todo, la misión de la democracia es despedir a los servidores públicos que se muestran incapaces, sobre todo a la hora de enfrentar una crisis que de verdad los pone a prueba. El asunto es simple: incluso si se le juzgara solo por su respuesta al coronavirus, Trump no merece otro periodo presidencial. Pero el asunto no es tan fácil.
En las últimas semanas, los índices de aprobación del presidente de Estados Unidos han aumentado. Por primera vez en su presidencia, más estadounidenses aprueban la labor de Trump que lo contrario en la encuesta Gallup. Lo mismo ocurre con la encuesta de CNN, donde los que lo respaldan son mayoría. Más notable aún es que, de acuerdo con los sondeos, una mayoría de estadounidenses aprueba el desempeño del presidente durante la pandemia.
Estos resultados desafían el sentido común y la evidencia, pero tienen una explicación. Como ya he explicado antes en este espacio, después del 11 de septiembre, los índices de aprobación de George W. Bush se fueron a las nubes, mucho más que los de Trump. ¿La razón? El instinto entre algunos votantes no necesariamente racionales de respaldar al líder, representante visible del país, la bandera y sus intereses, en tiempos de crisis. A Trump también le ayuda la peculiar dinámica de comunicación que ha puesto en práctica desde hace algunos días. Después de minimizar el impacto del virus, Trump cambió el rumbo y prefirió venderse como un presidente en tiempos de guerra. Para consolidar esa narrativa, comparece todos los días en conferencias de prensa que se han vuelto oportunidades para diseminar teorías de la conspiración, incurrir en propaganda descarada o agredir periodistas. Pero lo más importante es que las conferencias de prensa, que los canales de televisión casi siempre transmiten íntegras, permiten a Trump proyectar una imagen de mando. Por más falso que sea el fondo, la forma cuenta: la imagen del presidente parado en la Casa Blanca rodeado de expertos que rara vez lo contradicen transmite autoridad. No es imposible que Trump se beneficie de la crisis.
Pero la mendacidad del presidente de Estados Unidos tiene un límite: la realidad de una pandemia. Las autoridades de salud estadounidenses prevén que el coronavirus les quite la vida a 200 mil personas. Es el cálculo más conservador. En el peor escenario del CDC, el centro para el control y enfermedades, podrían morir un millón y medio de estadounidenses. Si algo así ocurre –y, trágicamente, parece inevitable– será difícil que Trump gane la reelección. Y eso sin contar la tormenta económica que se avecina, pero esa otra historia…