En mi experiencia, las mujeres mexicanas son mejores que los hombres. Esto no es un juicio de valor sino una opinión que nace estrictamente de la labor periodística. Si algo he aprendido luego de entrevistar a cientos y cientos de mujeres mexicanas (y centroamericanas) en Estados Unidos a lo largo de la última década, es a qué grado son nuestra columna vertebral, en México y fuera de él. Cuando uno se da a la tarea de escuchar y divulgar historias de vida —parte de mi vocación diaria como periodista de Univision— comienza a descubrir factores en común. Dos me vienen a la mente ahora, ambos de gran pertinencia en la reflexión sobre el movimiento contra la violencia de género. El primero es el carácter tóxico de los hombres. Una y otra vez he escuchado de hombres ausentes, borrachos, desentendidos, infieles y, sí, muy violentos. En la mayoría de los casos se necesita rascar solo un poco en la vida de las mujeres que he conocido para descubrir que los hombres abandonan y agreden con una frecuencia aberrante. La ausencia o toxicidad de la figura masculina en México es, no me cabe duda, uno de los problemas más graves, pero menos discutidos de nuestro país.
A la par de la figura masculina perniciosa está otra historia recurrente que he encontrado: el heroísmo de la mujer mexicana. No uso la palabra con ligereza ni oportunismo sino porque, desde la experiencia periodística, creo que es una descripción precisa. Me vienen a la mente cientos de historias específicas. Pienso, por ejemplo, en María Perdomo, una chiapaneca que conocí en un pequeño restaurante en Lynwood, California. María se casó joven con el padre de sus tres hijos. El hombre falleció en un accidente aparentemente relacionado con el alcohol (variable muy común, por cierto) cuando los niños eran muy pequeños. María se echó la familia al hombro y emigró a Estados Unidos. Durante un tiempo viajó de ida y vuelta a Chiapas hasta que hace algunos años decidió quedarse en Lynwood para trabajar. ¿La razón? Garantizarle una educación a su hijo menor. “Tenemos un pacto”, me dijo María. “Yo trabajo y él estudia. Y me lo está cumpliendo”. El hijo de María estudia mecatrónica en la Ciudad de México.
Ese esfuerzo titánico se repite una y otra y otra vez. Tiempo después conocí a Carmen, una poblana que emigró con sus dos hijos a Estados Unidos para darles la posibilidad de estudiar y crecer. Lo hizo contra los deseos de su esposo, que no quería dejar el país. Eso no detuvo a Carmen. “Desde el primer día supe que mi única meta era darles las mejores opciones a mis hijos”, me aseguró. Carmen trabaja de sol a sol en una cocina en el este de Los Ángeles. Un buen día, su hijo la recibió con una sorpresa. Lo habían aceptado en MIT, la gran universidad de ingeniería estadounidense.
Estas no son historias excepcionales ni producto de investigación previa alguna. Las entrevistas que he hecho para Univisión tienen como premisa central el azar: no hay selección previa de los entrevistados; no salimos a la calle a buscar historias de éxito. De ahí que me parezca tan valiosa y reveladora la repetición del heroísmo femenino. Es un heroísmo cotidiano, que arraiga en un notable estoicismo, un afán de lucha extraordinario y, de manera crucial, una innegable alegría por vivir. No se trata de abnegación, sino de un espíritu de resiliencia de verdad indomable. Como a Carmen y María, que trabajan para ayudar a los suyos, me he encontrado con empresarias, mujeres solteras, mujeres sin hijos…todas comparten historias complejas y muchas veces dramáticas, pero que siempre terminan en la misma manifestación de admirable voluntad de conquistar la vida. No hay otra manera de decirlo: en muchísimos casos, mientras los hombres se dedican a encontrar maneras de complicar su existencia y la de sus seres queridos, las mujeres crean y resuelven. Son mejores.
México tiene una deuda enorme con sus mujeres. El movimiento que ayer salió a las calles en una muestra emocionante de potente solidaridad debe ser el principio de un proceso de introspección genuina. Hace muchos años que los hombres mexicanos debimos reflexionar sobre cómo estar a la altura de nuestras mujeres, a las que hemos traicionado con ausencia, abandono y violencia. Es difícil saber qué sería de México sin sus hombres, pero no es tan complicado imaginar lo que sería del país sin sus mujeres. México no existiría. Punto y se acabó. De nuevo: nadie me lo cuenta. Todas las extraordinarias inmigrantes que he entrevistado en Estados Unidos consiguieron construir familias desde su esfuerzo y presencia de ánimo. Sin ellas no habría nada. Así como no hay árbol sin raíz, no hay México sin sus mujeres. Ojalá que estos días de indignación y silencio nos convenzan de ello de una vez por todas.