Hace un par de días, entrevisté a un representante de la campaña de Donald Trump en el estado de Florida. La charla siguió el curso normal de una discusión política: el proyecto del candidato, las diferencias con su rival. Rumbo al final, las cosas cambiaron. Le pregunté a mi interlocutor si Donald Trump estará dispuesto a aceptar los resultados de la elección de mañana si no le favorecen. Ahí, el tono del entrevistado cambió por completo, lo mismo que sus argumentos.
Como me ha ocurrido varias veces en las últimas semanas, sobre todo desde que el propio Trump comenzó a promover la teoría de que la elección es susceptible a un fraude, le escuché asegurar que el proceso electoral del 2020 se dirige a una serie de irregularidades tan extendidas y sospechosas que sugieren la posibilidad de un fraude. Cuando le respondí que en la historia de EU no hay evidencia alguna de un fraude electoral concertado y sistemático —es decir, de esa confabulación extendida y significativa contra un contendiente electoral que es indispensable para hablar de un fraude— respondió enlistando algunos casos individuales y reducidos de errores en la recepción y conteo de boletas en los últimos días, problemas que son comprensibles y dignos de atenderse pero que ciertamente no indican una conspiración contra el presidente de EU o contra su rival, el demócrata Joe Biden . Cuando le advertí esta diferencia crucial entre lo imperfecto y lo avieso, encontré una posición dogmática. Estaba convencido (y quería convencer) de que la elección, contra toda evidencia histórica y actual, se dirige a un fraude electoral.
Esa es la tormenta que se aproxima a partir de mañana por la noche.
Es posible que Biden se imponga con una claridad tal que la narrativa del fraude caiga en oídos sordos y se vuelva insostenible por absurda. Pero también es posible, incluso más probable, que el resultado favorezca al demócrata, pero sea lo suficientemente estrecho como para abrir la puerta a una crisis institucional de un calibre inédito en EU. En los últimos días antes de la elección, Trump y sus voceros más cercanos no han parado de hablar del tema. Aquí, un ejemplo de sus argumentos retorcidos. Dados los retos específicos e ineludibles de la pandemia , es probable que para la noche de la elección haya que contar muchas boletas enviadas por correo. Es posible que esas boletas, que pueden y deben ser contadas incluso después del día de la elección, favorezcan a Biden e inclinen el resultado hacia la causa demócrata incluso después de que Trump tenga la ventaja la propia noche elección gracias a los votos presenciales. En cualquier democracia, la prioridad debería ser contar todos los votos, y mucho más en una circunstancia tan Sui Generis como esta. Bueno: Trump y los suyos han sugerido que no debe ser así. Han dicho que ese conteo posterior seguramente supondrá una intención perversa y fraudulenta para “robarle” el triunfo.
Aunque es un absurdo, ese tipo de discurso ya ha hecho mella en la opinión pública . No es imposible que, si los republicanos insisten en hacer eco de esta retórica durante y después de la jornada electoral , el país enfrente una crisis institucional o incluso episodios de violencia política . Las consecuencias, como bien sabemos los mexicanos, irían más allá de la elección. Si el presidente de EU insiste en no reconocer el triunfo legítimo de su rival, devastará la confianza en la democracia y restará legitimidad al siguiente gobierno, sin evidencia alguna, solo en un acto de narcisismo político imperdonable. Esos son los riesgos que enfrenta EU y su democracia de más de dos siglos el martes y en los días posteriores. Ya lo he dicho antes aquí mismo, pero lo repito: los estadounidenses no están preparados para esa tormenta. El martes, Estados Unidos podrá dar un paso para rescatar su asediada democracia y volver a la cordura o entrar en una espiral de erosión de pronóstico reservado. Al mundo entero le conviene lo primero.