La semana pasada, el presidente de Estados Unidos encabezó una cumbre virtual sobre democracia. Biden explicó que la protección de la democracia y la libertad es el principal desafío de nuestro tiempo. Uno puede argumentar que hay otras prioridades de mayor urgencia, como la batalla contra el cambio climático, pero Biden tiene razón: vivimos tiempos propicios para el autoritarismo y la perversión de la libertad y los procesos democráticos. La propensión a las teorías conspirativas y la propaganda en redes sociales ha incrementado la polarización, caldo de cultivo ideal para el autoritarismo. Es el caso en buena parte del mundo. Hace poco, en una charla para mi podcast Ciberdiálogos, José Miguel Vivanco , el prestigiado director de Human Rights Watch para América, me dijo que el continente enfrenta desafíos pocas veces vistos en defensa de la libertad y la democracia. Vivanco, como Biden, tiene razón.
El problema para Biden es que Estados Unidos no puede pretender predicar con el ejemplo. Hasta hace un tiempo, Estados Unidos podía argumentar que los retos más severos para la democracia concluían en el Río Bravo. Eso es ahora, al menos, impreciso. Lo cierto es que la democracia estadounidense está en riesgo.
Hay suficiente evidencia —periodística y de otra índole— para asegurar que Estados Unidos enfrentó, en el aciago proceso posterior a la elección de noviembre del año pasado, un intento de asonada en contra de sus instituciones democráticas encabezada por el presidente del país. El ataque contra la democracia estadounidense que construyó Trump siguió dos caminos. El primero, con la intención clara de evitar la toma de posesión de Biden. El segundo, quizá más pernicioso, para poner en duda la limpieza procedimental de la democracia estadounidense , desacreditando su esencia misma y, con ella, la del país, que fue fundado sobre la idea del respeto sagrado a la voluntad popular. Al declarar ilegítimo el triunfo claramente democrático de Biden, Trump abrió la caja de Pandora: la palabra del líder mesiánico (y solo su palabra, porque no hay una sola evidencia de fraude en el 2020) ha bastado para que un alto porcentaje de votantes republicanos consideren espurio a Biden.
En el año desde la elección, el partido republicano ha procedido a aplicar una serie de cambios a escala estatal que harán más difícil que las minorías voten, entre otros impedimentos al acceso pleno al sufragio. Estas restricciones, que voces cercanas a Trump defienden con la patraña de evitar la repetición de un fraude que nunca existió, no son otra cosa más que el sabotaje de una democracia de más de dos siglos de existencia que está, para desgracia de Estados Unidos, particularmente mal preparada para enfrentar un desafío de esta naturaleza.
De ese tamaño es el reto. Algunos, quizá los menos, lo ven con claridad.
La semana pasada, el periodista Brian William se despidió de la televisión después de décadas de carrera. “Mi mayor preocupación es por mi país”, dijo Williams, en un sentido discurso. “No soy liberal ni conservador . Soy un institucionalista . Creo en este lugar y mi amor por la patria no lo rindo ante nadie. Pero la oscuridad en las afueras de la ciudad se ha extendido a las principales carreteras y los vecindarios. Ahora está en el bar local y en el boliche, en la junta escolar y en la abarrotería. Y debe ser reconocida y combatida. Hombres y mujeres adultos, que hicieron un juramento a nuestra Constitución, elegidos por sus votantes, que poseen el tipo de títulos universitarios con los que solo podía soñar, han decidido unirse a la turba y convertirse en algo que no son, con la esperanza de que de alguna manera olvidemos quiénes son. Han decidido quemarlo todo con nosotros dentro”. Después, Williams miró fijamente a la cámara. “Eso debería aterrarnos”, dijo.
Ni más ni menos.