A pesar de su grosero intento por revertir el resultado de la elección presidencial, Donald Trump dejará el poder el próximo 20 de enero. Será un triunfo para Joe Biden, que logró una victoria contundente y democrática, sin importar lo que diga su oponente. Será también un triunfo para los grandes pilares institucionales de Estados Unidos , sobre todo las cortes, que aguantaron el embate y la presión presidencial. Si hubiera justicia, el final del delicado periplo poselectoral debería también significar una derrota contundente para el partido republicano, que ha visto a muchos de sus representantes más destacados atrapados en una espiral de cinismo, respaldando el desplante antidemocrático del presidente. Es posible que algo así suceda a principios de enero, cuando Georgia vote, en una segunda vuelta, a los dos senadores que faltan para conformar la Cámara Alta. Si ganan los dos candidatos demócratas, Biden contará con mayoría legislativa en el Congreso entero y el partido republicano pagará las consecuencias de su coqueteo con el autoritarismo. Habrá que esperar. En cualquier caso, algo es un hecho: a partir del 20 de enero, el presidente de Estados Unidos será Joe Biden. Trump estará de vuelta viviendo como ciudadano común y corriente, seguramente en Florida.

Por desgracia, esto no implica que Trump desaparecerá del escenario o que no haya hecho ya un daño duradero a la vida democrática del país. A pesar de que el sistema judicial de distintos estados —incluida finalmente la mismísima Suprema Corte federal, con mayoría conservadora— desechó sin titubeos las patrañas del fraude, la retórica conspirativa de Trump ya ha tenido un efecto claro en formar la narrativa de la elección, al menos entre un gran número de votantes republicanos. Los sondeos demuestran que apenas uno de cada cuatro republicanos reconoce como legítimo el triunfo de Biden. Es un número desolador, producto de la insidia trumpista, y Biden tendrá que esforzarse de verdad si es que quiere revertir esa injusta percepción de ilegitimidad.

Pero ¿qué hay del propio Trump? ¿Seguirá en la política, como ha advertido que piensa hacer? No es imposible, pero faltan cuatro largos años para la elección del 2024. Es difícil predecir cómo será Estados Unidos entonces, cuando la pandemia sea ya un recuerdo y la economía se haya (quizá) recuperado. Es posible que los millones de votantes que apoyaron a Trump añoren su figura carismática. También es posible que Trump, que para entonces tendrá 78 años, trate de imponer a uno de sus hijos como sucesor dinástico, si es que la familia aún tiene apetito por la vida política. Lo más probable, sin embargo, es que sean otras las figuras que traten de tomar la bandera populista y etnonacionalista que Trump ha convertido en el estandarte del partido republicano moderno.

Tom Cotton y Josh Hawley, dos senadores republicanos parecen los herederos más naturales del trumpismo. Ambos son, en varios sentidos, más peligrosos que Trump. Cotton, senador por Arkansas, tiene un doctorado por Harvard y es veterano de guerra en Afganistán e Irak. De aquello parece haber aprendido poco: tiene una disposición belicosa alarmante. Plenamente conservador, está en contra de una reforma migratoria y rechaza cualquier medida para controlar la compra y tenencia de armas de fuego. Muy al estilo de Trump, Cotton se ha insertado de lleno en la llamada guerra cultural estadounidense, cuestionando al movimiento Black Lives Matter. Por su parte, Hawley, senador de Missouri, es una versión más calculadora de Cotton. También veterano de guerra, sumamente religioso y con una preparación académica tan notable como la de Cotton, Hawley ha adoptado posiciones muy similares a las del senador de Arkansas, pero con un elemento extra y fundamental: un eficaz discurso populista en materia económica. Hawley entiende mejor que Cotton que Trump se benefició de prejuicios sociales y culturales (y raciales) pero también de una creciente angustia económica.

Ambos, Cotton y Hawley, buscarán la candidatura presidencial republicana en el 2024. Cualquiera de los dos podría ser un heredero natural del trumpismo más recalcitrante e intolerante y un reto mayúsculo para los demócratas. Porque es un hecho: al final, Trump no supo operar como debía en el mundo de la política, pero sin duda abrió una vía para que otros, con más astucia y preparación y tal vez con menos escrúpulos, lo exploten a sus anchas. Detrás de todo autoritario hay un aspirante a autoritario, tomando nota de los errores, listo para seguir las instrucciones con mayor disciplina. Eso, y no Trump, es el peligro real que el trumpismo le ha legado a Estados Unidos.

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