Hace unas semanas, en Tijuana, conocí a una mujer que estaba viva de milagro. Refugiada en el albergue del Ejército de Salvación, me contó que días antes había escapado de su pueblo natal en Guerrero junto con sus dos hijos. Dejar su tierra y su gente le había dolido profundamente, pero no había otra salida. Durante meses, me dijo, su esposo había enloquecido de celos hasta amenazarla de muerte. Su martirio había comenzado cuando, obligada por las circunstancias, la mujer había conseguido un empleo en un hotel en Acapulco. El trabajo le permitió contribuir al gasto de la casa y la hacía sentirse útil. Su esposo no reaccionó igual. Con la mente nublada por la bebida, comenzó a acusarla de promiscuidades inexistentes. La confrontó, la maltrató y la amenazó. Paranoico, vivía convencido de que su mujer lo engañaba. Comenzó a revisarle el teléfono celular. Llamaba a su trabajo y la esperaba por las noches para revisarla, interrogarla y hasta olisquearla. Nunca encontró nada, pero le importó poco. Cada vez más ebrio y abrumado por los celos, la golpeó varias veces.
La mujer aguantó todo lo que pudo hasta que una tarde recibió una llamada al trabajo. Una amiga del pueblo le avisaba que su marido estaba esperándola pistola en mano. “Te va a matar. No vengas”, le aconsejó. La mujer llamó a un familiar y, haciendo milagros, logró despistar al hombre. Entró a su casa, hizo un par de maletas y se llevó a sus hijos. En Acapulco subió a un camión con rumbo a Tijuana. Cuando la encontré en el albergue, estaba esperanzada. Quería buscar refugio en Estados Unidos para darle a sus hijos una vida sin violencia. Mientras esperaba la resolución del trámite, se quedaba resguardada en el albergue. “No quiero salir mucho. Me da miedo que se aparezca por aquí. Creo que alguien ya le dijo que estamos acá”, me dijo asustada, la amenaza de la agresión aún presente, como una sentencia inescapable.
Me gustaría poder decir que historias como esta son la excepción. La verdad, por desgracia, es la contraria. Los hombres destructivos son la norma. Y ahí está, me temo, la raíz de la tragedia que es la violencia de género en México.
Permítame el lector una reflexión que parte de la experiencia periodística. En mi rutina entrevistando migrantes mexicanos en Estados Unidos, no hay episodio que se repita con mayor insistencia que la violencia de género. Casi invariablemente, las figuras paternas o masculinas resultan tóxicas, ausentes, depredadoras y hasta homicidas. He perdido la cuenta de las ocasiones en las que he escuchado a una madre explicar cómo el padre de sus hijos se ha ido: “no sabemos dónde está”, “se enamoró de otra”, “era muy violento”, “tomaba mucho”. También son incontables los jóvenes que me han dicho que han tenido que crecer sin un padre o evitando toparse con un padre presente o itinerante pero brutalmente agresivo.
En mi experiencia, importa poco el origen. He oído de hombres violentos en la clase media urbana y en la pobreza del campo. Todos parecen tener un pretexto: que si la bebida, que si otra familia, que si el olvido al emigrar. Cualquier pretexto es bueno para dar rienda suelta a la crueldad misógina. A lo largo de media década escuchando las vidas de mujeres mexicanas en Estados Unidos (y otro tanto en México, como en el caso de la entrevista en Tijuana), rara vez me he topado con la historia de un padre ejemplar o un hombre sereno, con la cabeza fría, seguro de sí mismo, sin propensión a la violencia, los celos o la perniciosa y omnipresente botella. La mayoría de los hombres en las historias con las que me he topado son lo contrario. Como las estadísticas de la violencia de género en el país, estas historias no mienten: los hombres mexicanos tienen un problema y son un problema.
¿Qué hacer? No pretendo pontificar ni mucho menos sugerir interpretaciones sociológicas. Pero el desafío es ineludible y no hay tiempo que perder. Como demuestran los terribles episodios recientes en la Ciudad de México, está claro que la violencia de género se perpetua en la impunidad legal. Pero la solución profunda requiere de un viraje cultural. De alguna forma, los hombres mexicanos del futuro deben revertir su toxicidad. No habrá alivio posible mientras un hombre vea a una mujer como su propiedad, mientras se sienta en libertad de abandonarla, subyugarla o perseguirla con una pistola para saciar sus desvaríos y sus celos. A eso hay que decirle un sonoro “¡ya basta!”. Nuestros hijos no merecen ser como han sido sus padres y sus abuelos. Nuestras hijas no merecen pasar por lo que han pasado sus madres y sus abuelas. Ese punto de inflexión no puede esperar más.