De todos los casos de indiferencia frente al dolor en los que ha incurrido Andrés Manuel López Obrador, ninguno más incomprensible que su incapacidad para empatizar plenamente con las víctimas de violencia de género. Que un gobierno supuestamente progresista se niegue a reconocer, respetar y atender la crisis que en México suponen los feminicidios es mezquino, pero sobre todo es de una incongruencia pasmosa. No hay causa que sea más prioritaria para cualquier movimiento progresista en el mundo que asegurar plenamente los derechos de la mujer, ya no digamos procurar su más elemental seguridad. Más allá de contradicciones ideológicas, la respuesta del presidente López Obrador a la exigencia de las mujeres mexicanas, que solo buscan poder vivir en paz, ha sido sumamente cruel.

Ya al principio de su gobierno, López Obrador había dado muestras de insensibilidad frente a las necesidades de las mujeres. Pero lo que ocurrió la semana pasada desafía la imaginación. Recapitulemos brevemente. Después del horror de la muerte repugnante de Ingrid Escamilla y la difusión de las fotografías de su cadáver, un colega preguntó al presidente sobre la crisis innegable que son los feminicidios, una crisis que amenaza con agravarse y frente al que no cabrán subterfugios. A López Obrador no le gusta perder el control de la narrativa y la agenda, y en ese sentido reviró. Como acostumbra, remitió a otros datos, diagnosticó favorablemente el humor del pueblo al que gobierna (porque él, como todos sabemos, es el único y gran intérprete de la voluntad y el ánimo de la gente) y procedió a culpar a los medios de la supuesta manipulación de la tragedia para, claro, hacerle daño a López Obrador y su gobierno. “Miren, no quiero que el tema sea nada más lo del feminicidio, ya está muy claro”, dijo el presidente, que tenía la intención de hablar de cosas mucho más importantes, como la rifa de un avión donde no habrá rifa ni avión. “Se ha manipulado mucho sobre este asunto en los medios, no en todos desde luego, los que no nos ven con buenos ojos aprovechan cualquier circunstancia para generar campañas de difamación”.

No contento con ese desplante, el presidente repitió el revire un par de días después frente a la activista y cronista del drama del feminicidio Frida Guerrera, que lo reprendió y le exigió soluciones con la vehemencia que da la indignación informada. El presidente una vez más se exasperó y no retomó la paciencia sino hasta que un periodista (es un decir) cambió convenientemente de tema después de intercambiar miradas con el director de comunicación (es decir, de propaganda) del gobierno mexicano.

Después del caos en las mañaneras, el gobierno optó por una estrategia doble. Primero publicó un supuesto decálogo del presidente “contra la violencia hacia las mujeres”. Desprovisto de sustancia, el decálogo incluye joyas como “el machismo es un anacronismo” o “se tiene que respetar a las mujeres”. Es probable que el presidente y su equipo de comunicación supusieran que el decálogo aminoraría la indignación por su indolencia previa. Se equivocaron. La violencia no se soluciona con enumerar buenas intenciones que en realidad solo revela un profundo desinterés por solventar la crisis.

Junto al decálogo, simpatizantes del gobierno pusieron en práctica la otra táctica de manejo de crisis que se ha vuelto su costumbre: la intimidación. Frida Guerrera fue objeto de agresiones de los sicofantes habituales, desde youtuberos hasta comentaristas y periodistas cercanos al régimen. Así, el gobierno y muchos de sus partidarios confirman su interpretación de la crítica: el periodismo, la crítica, o la exigencia honesta e informada de rendición de cuentas es, siempre, oposición. El que critica es antagonista y no hay más. Quien cuestiona al gobierno solo puede querer su colapso. Esta interpretación binaria de la vida pública, que comienza con el discurso del propio presidente de México, es lamentable. Al insistir en negarle credibilidad a las víctimas o a quienes defienden sus derechos, el presidente cierra la puerta al debate. Pero no solo eso: también devuelve a las víctimas a la invisibilidad, traicionando así la promesa progresista. Y con eso, a sí mismo y al país que gobierna.

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