En todo el mundo, alcaldes, gobernadores y presidentes enfrentan la misma pregunta: ¿cómo gobernar durante una crisis de esta magnitud? Todos, desde el regidor del pueblo más pequeño hasta el primer ministro de una potencia mundial, seguramente tenían proyectos de gobierno muy diferentes al papel que la historia les ha impuesto ahora. Al llegar al poder, ninguno de ellos supuso que se les juzgaría no por su eficacia al llevar a la práctica sus proyectos personales de gobierno sino por su manera de administrar la mayor catástrofe sanitaria y la mayor depresión económica del último siglo. No debe ser fácil domar la frustración de tener que abandonar las grandes intenciones para abocarse a atender una crisis como esta. Pero así es el capricho de la historia y a la historia no hay manera de eludirla.

La ventaja que tienen los gobernantes en tiempos de la pandemia es que el pasado ofrece lecciones. Hace unos días escuché una conversación entre David Plouffe, el gran estratega de campaña de Barack Obama, y Jon Meacham, uno de los más notables historiadores y biógrafos de Estados Unidos. Plouffe pidió a Meacham que explicara los atributos de los grandes líderes en tiempos de crisis. Meacham se remitió a dos ejemplos particularmente interesantes. Comenzó con John F Kennedy, pero antes definió las virtudes centrales de quien gobierna de manera eficaz enfrentando el caos. “Las características centrales de un administrador de crisis exitoso en los niveles más altos del gobierno desde George Washington hasta el día de hoy, es la capacidad de reconocer la centralidad de los hechos demostrables y de aprender de los errores”, explica Meacham.

El primer paso para aprender de los errores y luego rectificar desde la evidencia es, antes que nada, contar con la humildad e inteligencia suficientes como para reconocer que se ha cometido un error. Meacham pone el ejemplo de Kennedy. Primero recuerda la campaña de 1960, en la que Kennedy atacó duramente al presidente republicano en funciones, Dwight Eisenhower, al que calificó en campaña como representante del pasado y la parálisis (que el rival de Kennedy fuera Richard Nixon ciertamente no ayudó a Eisenhower). Después de ganar, explica Meacham, Kennedy quiso hacer política exterior a la James Bond. De ahí el primer y más grave error de su presidencia: la invasión de Bahía de Cochinos en 1961. El fracaso y la vergüenza de aquello fueron tan severos que Kennedy reconoció que, en un sistema parlamentario, quizá habría tenido que renunciar.

Kennedy no reaccionó a su enorme tropiezo buscando pretextos. No culpó a la prensa. No defendió lo indefendible. Reconoció su error. “Lo que hizo fue llamar a Eisenhower”, recuerda Meacham. Frente a su antecesor, al que tanto había atacado, Kennedy admitió que se había equivocado y pidió consejo. Eisenhower lo respaldó. Apenas un año después, Kennedy manejó la crisis de los misiles en Cuba de manera muy diferente. “Superamos esa crisis entre otras cosas porque Kennedy tuvo la habilidad de reconocer que no estaba haciendo el trabajo lo suficientemente bien. Reconoció su error y decidió que necesitaba aprender”.

Lincoln hizo algo parecido. De acuerdo con Meacham, al principio de su presidencia, Lincoln no mostraba convicción verdadera de querer acabar con la esclavitud. Los hechos, la evidencia y las circunstancias de la Guerra Civil lo hicieron cambiar de opinión. “Para septiembre de 1862, Lincoln se dio cuenta de que se había equivocado militar y moralmente”, recuerda Meacham. Un año más tarde, firmaba la proclama de emancipación.

“El denominador común”, sugiere Meacham, “es un presidente que tuvo la capacidad de ver lo que estaba haciendo, se dio cuenta a tiempo de que se equivocaba y decidió que necesitaba hacerlo mejor”. Meacham también advierte la importancia de tomar decisiones impopulares y difíciles en tiempos de crisis, incluso aquellas que van contra el proyecto original de quien gobierna o arriesguen su popularidad. “La verdadera grandeza”, advierte, “llega no cuando reflejas el deseo popular sino cuando ofreces tu mejor juicio”. Para Meacham, los presidentes que conquistan un lugar indeleble en la historia durante tiempos de crisis tienen la valentía suficiente como para arriesgar su popularidad y atender el desafío del momento en aras del bien común. “Los mejores presidentes no son los que siguen de manera obstinada el dictado de su base electoral sino aquellos que convencen a su base de acercarse a lo que el país necesita”, explica.

La lección está en la historia. Que la aprenda quien quiera aprenderla.

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