Hay lugares en Estados Unidos que en realidad son México. Así es La Villita, en Chicago. Recorrer la calle 26 es una experiencia única. Cuadra tras cuadra forma un microcosmos de pequeños negocios, restaurantes, escuelas, estéticas, tiendas de vestidos de quinceañera. México a orillas del Lago Michigan.
El lugar es notable no solo por la nostalgia. Es también extraordinario por su dinamismo económico. Mientras que otras calles principales en comunidades diversas en Estados Unidos tienen espacios vacantes, en La Villita no cabe un alfiler. Se nota el trajín cotidiano de la comunidad mexicana en la ciudad, pieza fundamental de la economía de Chicago desde hace décadas.
Hay, literalmente, una historia en cada esquina.
La semana pasada estuve ahí para cubrir para Univisión las elecciones a la alcaldía. La votación resultó en el repudio de la alcaldesa actual, Lori Lightfoot. Tiene sentido. El crimen se le fue de las manos. Por desgracia, la comunidad hispana se ha visto particularmente afectada, sobre todo los vendedores ambulantes.
Así le ocurrió a María Concepción, una mujer veracruzana, que desde hace 15 años vende tamales en la zona. Empezó con un pequeño carrito y poco a poco creció hasta tener un punto de venta en un remolque que estaciona en la calle a las 4:00 de la mañana. Desde ahí vende mil tamales diarios, que prepara durante el día en una cocina en la que trabajan su marido, un cocinero y una ayudante, que también la acompaña al punto de venta. Así, su esfuerzo de todos los días.
Pero, como ocurre en varias otras ciudades de Estados Unidos, el trabajo honesto de trabajadores ambulantes como “Doña Concha”, como la conocen en La Villita, se ha visto alterado por la violencia. Hace unas semanas, todavía de madrugada, varios hombres destrozaron los cristales del remolque y, con armas largas, irrumpieron, exigiendo dinero. Tiraron a Concha y golpearon en la cabeza a María Isabel, su ayudante, una joven madre, que dejó en México a su hija, y ahora trabaja en Chicago para garantizarle una futura educación (dice que la niña quiere ser abogada).
El robo sacudió a la comunidad.
Al principio, las autoridades no hicieron gran cosa, pero gracias a la presión de activistas y de la propia gente de la zona, ahora hay más patrullaje. Concha dice que se siente más protegida y que ni siquiera la agresión la va a detener en la conquista de sus muy concretos sueños.
Pero las secuelas permanecen. María Isabel tiene miedo de salir a la calle. Me dijo qué pensaba que Estados Unidos era menos violento que México, pero cambió de opinión cuando se encontró frente a frente con un tipo llevando un AR 15 para robarle al negocio de Tamales. Se siente insegura al caminar por La Villita.
Aun así, Concha me aseguró que ya tiene pensado el siguiente paso.
Lo primero que hizo fue cambiar los cristales por lámina para evitar que asaltantes puedan entrar al remolque otra vez. Y muy pronto, si obtiene los permisos correspondientes, piensa ampliar el negocio a un camión de comida. Cuando le pregunté por qué hace todo lo que hace, su respuesta es la misma que le he escuchado a cientos y cientos de migrantes a lo largo de los años: por la siguiente generación.
Así, a María Isabel le ilusiona que su hija en México finalmente estudió leyes y a Concha y su marido les entusiasma la posibilidad de que su hijo Gael siga practicando karate (ya es cinta negra antes de llegar a la adolescencia) y logre una educación universitaria. Si con el paso de los años lo consiguen, me dijeron, todo el esfuerzo habrá valido la pena. Como ellos, cada pequeño espacio en La Villita de Chicago es un ejemplo de dedicación, disciplina, ética de trabajo y amor familiar.
Lo mejor de México, y varios otros países hispanos, en Estados Unidos. Ojalá que algún día se comprenda a cabalidad, con el respeto y el reconocimiento que merecen.