Es probable que en los próximos días Donald Trump enfrente una nueva lista de cargos federales, esta vez relacionados con su responsabilidad en el ataque al Capitolio el 6 de enero de 2021. Sería ya la tercera investigación en contra del expresidente de Estados Unidos que concluya en imputaciones formales y serias. Hasta ahora, Trump ha sido acusado de 71 crímenes y felonías en dos casos, uno relacionado con el manejo de sus finanzas de campaña en función del pago para silenciar a la actriz pornográfica Stormy Daniels y el otro, más grave, por sustraer y ocultar documentos confidenciales después de su presidencia.
Que un expresidente de Estados Unidos enfrente un cargo criminal, ya no digamos setenta, es inédito. Por supuesto, los fiscales de cada caso tendrán que probar las acusaciones, pero el proceso de imputación no es arbitrario. En ambos casos, como ocurrirá también en los que vengan, ha sido un gran jurado, conformado por ciudadanos, el que ha decidido que los cargos procedan. Eso no quiere decir que la evidencia será suficiente como para condenar a Trump, pero sí quiere decir que la evidencia existe.
Trump ha decidido enfrentar todo esto con una estrategia que le es familiar: desacreditar las instituciones. Acusa ser víctima de una cacería de brujas de la administración Biden, como si el proceso legal no existiera y el Departamento de Justicia de Estados Unidos o el FBI pudieran, como en una república bananera, hundir a quien les plazca.
Que Trump reaccione así era previsible: está en su naturaleza. Lo que no era tan predecible es que la enorme mayoría de políticos republicanos cerraran filas a su alrededor, lo mismo que buena parte de los medios de comunicación afines al movimiento conservador estadounidense y una mayoría de votantes republicanos, que parecen dispuestos a darle a Trump una nueva oportunidad como candidato presidencial.
En las últimas encuestas, Trump ha perdido cierto apoyo, pero no lo suficiente como para suponer que infringir la ley le ha pasado verdadera factura. Todavía hoy, 41% de los votantes republicanos dice que Trump no ha hecho nada malo y 58% asegura que lo respaldaría como candidato rumbo a la elección presidencial. Trump mantiene una ventaja de más de 30 puntos sobre Ron De Santis en el proceso de primarias y en las encuestas presidenciales se mantiene a tiro de piedra de Joe Biden. Todo esto a pesar –vale la pena subrayar otra vez– de enfrentar (hasta ahora) 71 cargos criminales que podrían derivar en largas sentencias de cárcel. Esto en un país en el que, hasta hace relativamente poco, incluso una trasgresión moral era suficiente como para hundir aspiraciones presidenciales (ahí está el caso célebre de Gary Hart). Que ahora un segmento tan considerable del electorado esté dispuesto a perdonar algo como lo que enfrenta Trump es casi surrealista y demuestra el poder de un peligroso líder carismático.
Al final de cuentas, lo que está en juego en la coyuntura actual en la vida pública de Estados Unidos es muy simple: la importancia del respeto a la ley. Sería de esperarse que una sociedad madura estableciera ese respeto básico como un requisito indispensable para cualquier servidor público. Quien no respeta la ley no puede jurar que la haga respetar. Un presidente o candidato presidencial que falta a la ley debería ver minado su respaldo. La ley o el caudillo: esa es la disyuntiva que enfrentará el electorado estadounidense dentro de muy poco. Y no solo allá.