El trato a los migrantes que cruzan México fue siempre una prioridad en la lista de temas de la agenda nacional en los que Andrés Manuel López Obrador prometió una renovación moral. Así lo dijo en campaña, repetidamente. Lo dijo en México. Y lo dijo, también, en varias ciudades de Estados Unidos, que recorrió antes de la elección, repitiendo un discurso en el que reivindicaba la lucha y aportación de los migrantes en la sociedad estadounidense.
Tiempo después, esos discursos dieron forma a un libro polémico y, en su tiempo, valiente. En “Oye, Trump”, López Obrador enfrentó la retórica trumpista, prometiendo que, de llegar a la Presidencia, defendería con dignidad a esos migrantes que Trump había pisoteado y usado como carne de cañón electoral.
López Obrador criticó con dureza a su antecesor, Enrique Peña Nieto, sobre todo por la claudicación en la política migratoria frente a las presiones de Trump. “Enrique Peña Nieto, carente de autoridad moral y política o bien debido al chantaje que habrían podido ejercer sobre él diversas dependencias de Washington, ha permitido la insolencia y el ultraje del mandatario de Estados Unidos en contra de nuestros connacionales”, escribió López Obrador.
En su gobierno, decía, las cosas serían diferentes. Juró que defendería “sin ningún condicionamiento” el derecho de los migrantes a ganarse la vida.
Lo que ocurrió fue exactamente lo opuesto.
A los pocos meses de comenzar su sexenio, López Obrador dio un giro radical a la política migratoria mexicana, endureciendo las dos fronteras del país y, de manera crucial, acordando con Estados Unidos la participación mexicana en “Permanezca en México”, un programa de expulsión y recepción de migrantes que condenaría, con el paso del tiempo, a decenas de miles de seres humanos a la zozobra más absoluta.
El origen del programa siempre ha sido objeto de debate. El gobierno mexicano –especialmente el canciller Ebrard– ha insistido desde el principio en que todo comenzó con una imposición unilateral estadounidense, a la que México reaccionó tomando decisiones (también soberanas) de política migratoria. En otras palabras: México no cedió nada, más bien tuvo que acoplarse a decisiones ajenas, obligado por la vecindad. En esta versión, el gobierno mexicano sale bien librado: ¿qué le vamos a hacer si de aquel lado está a cargo un gobierno antiinmigrante?
El problema central es que, de acuerdo un número creciente de versiones, eso no fue lo que sucedió realmente. La crónica más notable del trascurso del acuerdo se la debemos a Mike Pompeo, secretario de Estado de Trump y negociador principal del gobierno estadounidense con el mexicano. En su nuevo libro, Pompeo describe un proceso lleno de chantajes y amenazas que concluyen no con la imposición de “Permanezca en México” sino en un plan negociado por ambas partes, en privado.
De acuerdo con Pompeo, Ebrard acordó la participación mexicana en el programa con una condición: que no se anunciara como un acuerdo. A Ebrard le preocupaba la lectura política de la claudicación, no la claudicación en sí. En la versión de Pompeo, además, Ebrard terminó por darse cuenta de que disuadir la migración también estaba, digamos, en el interés del gobierno de México. Es decir: Pompeo afirma que Ebrard terminó convencido de la sabiduría de la política antiinmigrante que le vendieron en Washington. Así de claro.
Marcelo Ebrard ha respondido que Pompeo es parte de una campaña de desprestigio antimexicana. Esto podrá ser verdad, pero es una distracción. Lo realmente importante es saber si el gobierno de México, encabezado por el presidente que prometió proteger a los migrantes, acordó en privado participar en un programa que derivó en el hacinamiento, extorsión, violación, secuestro y hasta esclavitud de miles de ellos. Ya sabemos qué dice Mike Pompeo. Otras voces seguramente darán su versión. Al final, nos acercaremos a la verdad. Y eso es lo que recordará el arco moral de la historia, antes o después del 2024.