La pandemia ha enfrentado dos esferas mayormente incompatibles: la política y la ciencia. A partir de esa confrontación ha crecido la figura de los epidemiólogos encargados de guiar a la clase política en el manejo de una crisis sin precedente en al menos un siglo. De la conducta de esos “zares del coronavirus” ha dependido, el éxito o fracaso de los distintos países en el combate a la enfermedad.

Además de líderes dispuestos a creer en la ciencia antes que tomar decisiones por consideraciones políticas o electorales, los países exitosos tienen algo más en común: los epidemiólogos que gestionan la respuesta a la pandemia no tienen otro interés más que atender la crisis. No tienen ni tiempo ni entusiasmo para pensar, por ejemplo, en aprovechar la coyuntura en aras de una carrera política que habría sido impensable antes de la visibilidad que les ha dado el virus. En Corea del Sur, el liderazgo de epidemiólogos como el doctor Kim Woo-joo ayudó a construir un exitoso programa de detección, aislamiento y rastreo de contagios. Ni Kim ni ninguno de los otros expertos que lo rodean tiene mayor visibilidad mediática o aspiraciones políticas: se dedican a la ciencia y ya está. En Nueva Zelanda, la colaboración entre la extraordinaria primera ministra Jacinda Ardern y Ashley Bloomfield, su popular asesor de salud, hizo del país una historia de éxito. Al menos por ahora, Bloomfield no ha mostrado otro objetivo que no sea el combate al virus. Lo suyo es la salud de la población neozelandesa y nada más. Si alguna vez piensa buscar algún cargo de elección popular será porque logró contener el riesgo de contagio para los neozelandeses y su valentía para informar correctamente las decisiones de Ardern, apegadas a la ciencia.

El mejor ejemplo de este perfil de servidor público es, desde luego, el epidemiólogo estadounidense Anthony Fauci. Hombre respetado desde hace décadas, Fauci se ha ganado el aprecio de los estadounidenses gracias a su franqueza y transparencia. Fauci dice las cosas como son, sin medias verdades, manipulaciones o engaños. Pero no es solo eso. Fauci también ha demostrado que es capaz de contradecir abiertamente a Donald Trump si la ocasión lo amerita. Así lo hizo con la obsesión de Trump por reabrir la economía velozmente o con negarse a promover el uso de mascarillas sanitarias. A diferencia de buena parte del equipo que rodean al presidente de Estados Unidos, Fauci no tiene empacho en señalar las omisiones de la Casa Blanca. Como sus colegas en Nueva Zelanda, Corea del Sur y otros países (también vale la pena el ejemplo del notable virólogo alemán Christian Drosten), a Fauci no le interesan los reflectores políticos ni atiende el canto de las sirenas de la política. Le interesa que se sigan las recomendaciones de la ciencia para que el número de contagios y muertes sea menor. Podrá usar su notable visibilidad pública, pero solo para comportarse como lo que es: la gran autoridad epidemiológica en un país en severa crisis.

México no tiene esa suerte. El trabajo de Hugo López Gatell como administrador de la respuesta gubernamental al coronavirus ha sido contraproducente. ¿Qué lo explica? No es falta de capacidad. Aunque no es una eminencia, López Gatell es un epidemiólogo reconocido mundialmente. También es claramente un hombre culto e informado. ¿Qué le ocurre, entonces? Lo que sucede es que, a diferencia de la gran mayoría de los expertos que han ganado fama en los tiempos de la pandemia en todo el mundo, da la impresión de que Hugo López Gatell tiene ambiciones políticas. Quizá por la fama súbita o por elemental vanidad, pero parece convencido de que tiene futuro en la política. Ya se vio, pues, y desde esa ilusión narcisista es que hay que juzgar sus decisiones. López Gatell no se atreve a contradecir a López Obrador como Fauci a Trump porque López Gatell sabe que sin la bendición del presidente de México no tendrá el futuro que anhela. Nadie contradice a su mecenas político. Eso, por supuesto, también explica su insufrible zalamería o su extraña mimesis con la retórica conspirativa de López Obrador.

Los científicos en otras partes del mundo son científicos. Nuestro científico se ha vuelto político. Y eso es una desgracia. Hugo López Gatell tiene, por supuesto, derecho a soñar con un futuro en el poder. Pero haría bien en reflexionar sobre el camino a la cima. No es lo mismo la fama que el presitigio. La primera olvida a sus protagonistas; el segundo, los encumbra. Anthony Fauci puede confiar en el juicio generoso de la historia. ¿Cómo juzgará el paso del tiempo a López Gatell? Si no deja su ambición personal y se concentra en la ciencia, el juicio será severo.

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