Desde el principio de la crisis migratoria entre Estados Unidos y México, el gobierno mexicano ha insistido en que las medidas punitivas inéditas que ha puesto en práctica para perseguir, procesar y deportar migrantes centroamericanos en los últimos meses son resultado no de una negociación bilateral sino de una imposición estadounidense con la que México, amenazado con consecuencias comerciales graves entre otras cosas, no podía más que cooperar. En otras palabras: el gobierno de Andrés Manuel López Obrador fue víctima de un acto de coerción.
Border Wars, un libro de reciente aparición, sugiere que esto es falso. El libro narra con todo detalle la testarudez nativista de Donald Trump por detener la migración indocumentada además de reducir la migración legal y el número de refugiados en la frontera sur de Estados Unidos. Firmado por Michael Shear y Julie Hirschfeld Davis, dos notables corresponsales del New York Times con décadas de experiencia en Washington, el libro ofrece el retrato de un Donald Trump desquiciado que busca a como dé lugar cumplir su principal compromiso de campaña: un asalto a la migración. Es la crónica de una obsesión. Azuzado a cada paso por un círculo de fanáticos nativistas, Trump amenaza a funcionarios, hace berrinches, contempla medidas de consecuencias catastróficas (como cerrar la frontera con México) y despide a quien se le resiste sin miramiento alguno. Al final, frustrado por el incremento en el número de refugiados centroamericanos a la frontera sur, Trump y sus asesores deciden presionar al único socio aparentemente dispuesto a sumarse a la agenda punitiva: el nuevo gobierno de México.
De acuerdo con el libro de Shear y Hirschfeld, las presiones estadounidenses comenzaron incluso antes de que López Obrador tomara posesión. En el principio de un capítulo llamado “Enfrentamiento mexicano”, los autores narran una temprana reunión entre Marcelo Ebrard, el secretario de Estado, Mike Pompeo, y Kirstjen Nielsen, entonces secretaria de Seguridad Interior. En esencia, dice Border Wars, el tema a discutir fue el programa que con el tiempo se llamaría “Protocolos de protección migratoria” o “Permanecer en México”, como se le conoce comúnmente. La intención de los estadounidenses era convencer a los mexicanos de aceptar la implementación de la disposición, una medida legalmente polémica (enfrenta desafíos diversos en las cortes estadounidenses) y sin precedentes que obligaría a miles de inmigrantes centroamericanos a esperar en México durante el transcurso de sus solicitudes de asilo, un proceso que, dado el embudo de las cortes migratorias de Estados Unidos, puede tomar años. A lo largo de las negociaciones, los funcionarios de ambos países incluso rebotaron hasta el nombre final del programa: “Permanecer en México”, dice el libro, sonaba “políticamente problemático”. Al final, los funcionarios estadounidenses dudaban que el gobierno mexicano accediera a colaborar. Y no era para menos: su compromiso para México sería enorme y las consecuencias potenciales gravísimas: la creación de una población flotante, en limbo legal y sin respaldo alguno, en la frontera norte mexicana. “¡Dijeron que sí!”, cuentan Shear y Hirschfeld que reaccionaron las autoridades trumpistas, asombradas, cuando México aceptó. México había puesto, sin embargo, una condición: Estados Unidos debía presentar el programa como “una decisión unilateral que el gobierno mexicano había sido esencialmente obligado a aceptar”. Pero la realidad era evidentemente distinta: el consentimiento mexicano había llegado después de un proceso de negociaciones bilaterales que tomaron meses.
Hasta hoy, el gobierno mexicano niega esta interpretación de los hechos. La semana pasada le pedí a Roberto Velasco, vocero de la Cancillería, su opinión sobre lo que describe Border Wars. Velasco rechazó de manera tajante la versión de Shear y Hirschfeld e insistió en que México ha jugado un papel meramente reactivo durante la crisis. “Fue una decisión de ellos aplicar su ley. Nosotros decidimos cómo responder a ello”, me dijo, insistiendo en la narrativa de la imposición. México “respondió” a la posible negociación de un acuerdo de tercer país seguro y luego “respondimos” a la “decisión de Estados Unidos de implementar su ley”. El cambio de nombre del programa, me dijo, fue decisión exclusiva de los estadounidenses: “es un tema de ellos”. El viernes pasado, Velasco envió una carta a Animal Político (que publicó un reportaje detallado y notable sobre Border Wars) acusando a Shear y Hirschfeld de no haber “contrastado” la información en el libro con la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Después de conocer la posición de Velasco, le escribí a Michael Shear, uno de los autores. Cuando le compartí los reparos de la Cancillería, Shear respondió, con contundencia lacónica: “We stand by our reporting” (sostenemos lo que reportamos y escribimos).