A finales de los 90, mientras estudiaba, viví por un año y medio a unos metros de las Torres Gemelas en Nueva York. Tengo muchos recuerdos de ese Nueva York que desapareció hace 20 años. Debajo de las torres había otra estación de metro, con tiendas diversas y un quiosco de revistas que me gustaba frecuentar. Llevo en la memoria los sonidos, los olores y los rostros. También recuerdo el trajín alegre de los niños de la escuela pública 234 y la gran preparatoria Stuyvesant, sobre la propia Chambers. Cientos de niños y adolescentes que jugaban, conversaban y reían sin imaginar lo que vendría. Algunos perdieron a sus padres en el colapso.
Me fui de Nueva York unos meses antes de los ataques del 2001. En la mañana del once de septiembre daba clases en el Tec de Monterrey . Como tantos más, supuse que se trataba de un accidente. Todo cambió con el avance en cámara lenta de aquel terrible avión que terminaría incrustándose, en diagonal, contra la torre sur.
Tiempo después, Antonio Navalón me compartiría una definición perfecta y dolorosa del momento: “El instante en que todo el mundo tuvo miedo al mismo tiempo”.
Navalón tenía razón, por supuesto.
Pero el plan de Al Qaeda logró mucho más que el objetivo del terror inmediato. En realidad, el 11 de septiembre trastornó la sociedad estadounidense. En ese sentido, Osama Bin Laden , que lograría esconderse una década antes de morir, logró lo que quería. El 11 de septiembre fue mucho más que un ataque. Fue una provocación con una meta clara: perturbar y sangrar a Estados Unidos, arrinconarlo en la paranoia y la xenofobia, obligarlo a convertirse en la peor versión de sí mismo. Esto no es una suposición. La filosofía explícita detrás de Al Qaeda, inspirada en las ideas de radicales como el egipcio Sayyid Qutb, siempre fue la confrontación abierta no solo con la política estadounidense sino con la idea misma de Occidente para establecer un califato que sustituyera la civilización occidental, que Qutb repudiaba.
Bin Laden
esperaba que la reacción estadounidense al 9-11 empantanara al país en guerras onerosas que lo debilitara paulatinamente. Así lo confirman sus propios documentos, descubiertos una década después de los ataques. El horror del 11 de septiembre tenía la intención de "romper el miedo a este dios falso y destruir el mito de la invencibilidad estadounidense", decía Al Qaeda.
A 20 años de los atentados, Estados Unidos sufre de una polarización política alarmante. “Hace 20 años éramos crédulos y torpes. Ahora estamos amargados, desconfiados y faltos de ideales discernibles”, escribió Michelle Goldberg , columnista del New York Times , la semana pasada. Y no solo dentro de Estados Unidos.
Después de invadir Afganistán y mantener una presencia militar en el país por décadas, la retirada pactada por Trump y (mal) ejecutada por Biden le ha abierto la puerta al Talibán, que protegió activamente a Al Qaeda en 2001. La guerra en Irak dejó el oprobio de la tortura en la cárcel de Abu Ghraib , expresión terrible del lado más cruel del imperialismo estadounidense, y un país inestable y herido por la guerra. La batalla contra el terrorismo le costó la vida a Bin Laden, pero no a Al Qaeda (Ayman al-Zawahiri, número dos de la organización, está libre) ni mucho menos al radicalismo islámico. El 11 de septiembre también dio renovado impulso a la cultura de la post verdad y las teorías de la conspiración, que continuarían creciendo hasta encontrar su punto de ebullición en nuestro tiempo. Bin Laden quería establecer un parteaguas en la historia del siglo XXI, causar un punto de inflexión definitivo. En ese sentido, logró lo que quería.
El mundo, me temo, es tan incierto y peligroso como aquel que recuerdo a finales del siglo pasado en Nueva York. La única diferencia es que entonces no lo sabíamos a ciencia cierta. En la versión del 2021, nuestra fragilidad es evidente. ¿Dónde y cuándo ocurrirá la siguiente explosión?