La promesa central de Andrés Manuel López Obrador era –y sigue siendo– diferente. López Obrador no buscaba eficacia o resultados específicos en el ejercicio de gobierno sino una refundación moral de la vida pública mexicana. Durante toda su vida política esa ha sido la naturaleza de su indignación. A López Obrador no le indigna primordialmente el rumbo de la economía, los resultados de las pruebas educativas o las estadísticas de la pobreza. Le indigna la corrupción, el cinismo y el privilegio. Sus reparos nunca han sido pragmáticos. Han sido morales.
Este objetivo explícito de “regeneración nacional” del país condiciona necesariamente la evaluación de las decisiones del sexenio. Al gobierno lopezobradorista no se le puede juzgar solo desde las cifras. Sus decisiones deben pasar por el tamiz moral que el propio López Obrador impuso como parámetro de su lugar en la historia mexicana. Fue él quien insistió en que las consideraciones pragmáticas del Estado no podían supeditarse a la necesidad de la renovación moral. “No somos iguales”, dijo.
En la recta final del sexenio, y con el primer juicio de la historia ya a la mano, vale la pena la evaluación. ¿Ha estado López Obrador a la altura de ese compromiso central de renovación moral?
La respuesta es no.
Pienso en la migración. Por años, López Obrador prometió un enfoque humanista en la política migratoria de México. Se rodeó de activistas compasivos, como Alejandro Solalinde. Prometió defender el derecho a buscar la vida en otra parte. Y, por supuesto, se indignó activamente ante el atropello reiterado que hiciera Donald Trump de la comunidad mexicana en Estados Unidos. El acomodo de Peña Nieto frente a Trump, que algunos interpretaron como un gesto pragmático, le horrorizó.
Eso sostenía el López Obrador líder opositor. En la Presidencia, el viraje ha resultado dramático. El gobierno no solo no mejoró sustancialmente la capacidad de atención a los migrantes y la infraestructura de refugio del país. En algunos casos, hizo lo contrario. Recortó, por ejemplo, apoyos federales a los albergues fronterizos tan fundamentales en la protección de grupos de inmigrantes. Luego fue más allá. Reiteró la apuesta por la estrategia punitiva y la sumisión al trumpismo que tanto le había criticado a Peña Nieto.
Hay quien sugiere que las concesiones a Estados Unidos son muestra del acercamiento pragmático que, incluso contra sus mejores intenciones, tiende a suplantar el idealismo de quien descubre, ya en el gobierno, el costo de oportunidad de tomar decisiones desde los principios antes que los intereses más fríos. De pronto, ese parece ser el argumento reciente del gobierno: ¿qué son 70 mil migrantes expuestos a la extorsión, el secuestro, la esclavitud sexual y la violencia si logramos evitar supuestos aranceles?
Pero a López Obrador y su equipo no se le puede otorgar la indulgencia del pragmatismo. Y no se le puede otorgar porque él mismo insistió en que gobernaría desde otro estrato moral. Muchas veces sugirió que, en cuanto a migración, ningún argumento podía estar por encima de la dignidad de los migrantes. Por desgracia, cuando de verdad tuvo que tomar decisiones, traicionó sus principios.
Lo mismo ha ocurrido con varios otros asuntos de la agenda mexicana. López Obrador no superaría su propio estándar moral en el manejo de la pandemia, por ejemplo. No hay manera de sostener la decisión de desamparar a la población en tiempos de crisis. Lo mismo sucede con el abandono en educación. Y lo mismo con su desdén por las instituciones, el andamiaje electoral, las libertades, las artes, la ciencia, la academia, la prensa crítica e incluso su batalla personal más preciada: la lucha contra la corrupción.
En ninguna de esas áreas hay resultados que presumir. Pero hay algo peor. Objetivamente, López Obrador tampoco puede presumir de haber renovado moralmente el andamiaje de la función pública. Lo que ha hecho, en realidad, es utilizarlo para sus propios fines: la persecución del poder.
Era él quien prometía honestidad valiente. Desde ahí habrá que juzgarlo. No ha sido ni lo uno ni lo otro.